martes, 5 de febrero de 2008

El miedo.

El miedo, sentimiento aterrador, visitante inesperado, que siempre en los peores momentos aparece. El miedo se da, se inspira, se siente, se coge, se tiene, propaga, cunde... La imagen de la muerte vestida de negro y con su guadaña más que muerte representa miedo, temor, terror. El miedo, además, es inmutable a través de los tiempos: cambian los motivos y lo que antes provocaba espanto hoy parece inofensivo, inocuo; como de igual manera lo que antes se afrontaba con aplomo y sin temor hoy nos espanta y hiela la sangre. Cambian los motivos, pero permanece el miedo. No obstante, querido Grice, de un tiempo a esta parte tengo la impresión de que cada vez somos más frágiles, más asustadizos, menos dados a la valentía. Ya no nos enfrentamos a nuestros temores como los que nos han prcedido, no soportamos el sufrimiento que supone vencer aquello que nos priva del aliento. El hombre contemporáneo es una ruina.
Retomemos, por ejemplo, esa espléndida alegoría que en tu anterior respuesta tan sabiamente creaste, para darle un nuevo brillo, otra interpretación a la que tú le dabas. La imagen del guerrero que atraviesa sus propias filas desencajado por el desconcierto y el pavor, es la perfecta imagen del hombre contemporáneo, que luego se sienta a un lado del camino, muerto de miedo, incapaz de hacerse cargo de su propia vida, de tomar las riendas y ser dueño de su tiempo. Somos unos cobardes que deviamos la mirada ante las dificultades. El miedo no nos deja respirar y nuestra respuesta es la abulia, la pasividad, el disimulo, ese sentarse a esperar sin convencimiento. Ni siquiera somos capaces de arrastrar nuestra armadura, la abandonamos en mitad del campo de batalla porque pesa y supone esfuerzo cargar con ella. Hoy, en este siglo que nos ve pasar, ante cualquier circunstancia que nos sitúe ante el enemigo, sea éste del tipo que sea, cualquier situación que exija esfuerzo, sacrificio, constancia, grandeza, valor... nosotros, los hombres que creemos ser, nos damos la vuelta, huimos, atravesamos nuestras propias filas, capaces de aguantar el insulto y la deshonra, si al final encontramos nuestras queridas comodidades.

Somos, amigo Leech, unos cobardes auténticos, porque cobarde es el que abandona su grandeza humana y no se enfrenta a su propio destino.

Imagina ahora, Leech, a un hombre recio, entero, amortajando a su hijo recién fallecido, conteniendo el manantial de lágrimas que quiere brotar de sus ojos, apretando las mandíbulas hasta morderse por dentro, estoico, resignado, afrontando su suerte de pie, con su armadura bien puesta, ahogando un aullido bestial, escuchando cómo el miedo le amenaza y le propone un pacto de paz, un rodeo, desfallecerse en los brazos de alguien querido y dejar que sean los demás quienes se encarguen de la mortaja. Pero él resiste, es un hombre del pasado, no es de este tiempo, no es de hoy.
Imagina también, querido Grice, para terminar con la imagen del guerrero, a nuestro gran poeta, hábil con la espada y también con la pluma, príncipe de los poetas, abrir paso en la escala que trepa los muros que conducen a la gloria en Le Muy. Va subiendo él, maestre de campo, en primer lugar, para que sus hombres le secunden con su mismo coraje. Imagina su herida manando sangre y a su amigo Francisco de Borja contemplando su serena despedida, con el mismo valor con el que amó, escribió y luchó. De nuevo Garcilaso, Grice, de nuevo. Nunca están de más unos versos para terminar... y para vencer al miedo.

Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
que buen caballero era.

Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero;
que buen caballero era.

¡Qué dulce oírle, guerrero,
al borde de su estribera!
En la mano, mi sombrero;
que buen caballero era.

Rafael Alberti.

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