sábado, 14 de agosto de 2010

Despedida.

Nos ha tocado decirte adiós cuando no lo queríamos. Está el mundo huérfano ahora de tu presencia y tu ejemplo, pasan los días y tu recuerdo se va confundiendo, ya no está tan persistentemente golpeando las recónditas zonas de la memoria, pero aún se aparece en los momentos de silencio nocturno, a esta hora en la que el mundo duerme y recordar es una tarea grata y dolorosa al mismo tiempo. El dolor, sí, se desató en fiero torbellino cuando el viento me trajo la noticia hasta el bosque de hayas en que me encontraba buscando un refigio, una guarida, un consuelo a todo el sinsentido de la vida diaria. Y tú viniste a revolverlo otra vez todo, a confirmar que el enigma es inmenso y no se puede ni de lejos entrever un poco de luz que lo aclare. Cómo puede ser tener que decir adiós para siempre a tus ojos que clavaban la mirada, a tus sonrisas que animaban tanto, a tu voz que preguntaba, a todas tus virtudes que nos iban asombrando cada día. Hemos perdido, esto pasa, no debemos olvidar nunca que la derrota está ahí presente, entre cada una de nuestras respiraciones. Pero esta derrota duele más si cabe que el resto por la manera en que has encarado el infortunio, cómo te has batido frente a cada mala noticia, frente a cada revés de la caprichosa fortuna. Hasta el final de pie, en un ejemplo de humanidad y fortaleza inolvidables, que es tarea nuestra ahora recordar y contar para que no se borre, no se pierdan ni se apaguen tu imagen y tu ejemplo, para que siempre estés en nuestros corazones, a pesar del tiempo. Adiós antes de tiempo, cuando debías empezar a exprimir la juventud que te llegaba, cuando por fin te ibas librando de las angustias de la adolescencia, cuando te sentías después de dos años de pelea preparada para asaltar la fortaleza del dolor y los días amargos, llenos de incertidumbre. Me encuentro con tu correo eléctronico y me da miedo borrarlo, los actos más triviales son en el drama los más complejos, veo esa dirección con tu nombre y tus últimas palabras y un escalofrío me atraviesa hasta la sombra.
Me queda el egoísta consuelo de saber que me ayudarás en los días de niebla a encontrar de nuevo el camino más justo y más recto; que serás el pañuelo de agua fresca sobre mi frente en las noches de fiebre; que me irás recordando el milagroso don que es la vida cuando el dolor sea agudo y los horizontes borrosos. A cambio tendrás mis ojos para ver cada nueva puesta de sol; mis oídos para la música y el canto de los pájaros en verano; mi tacto y mi piel para cada sensación nueva y desconocida. Adiós, Fabiola.

Leech. (Hoy necesitaba hablar conmigo mismo, pero sé que me escuchas, querido Grice.)