lunes, 29 de diciembre de 2008

Pulgares arriba.

El año pasado conocí a un tipo que con el paso de los días y de las estaciones se fue convirtiendo en especial. Creo que no solo yo pienso así, sino que toda la gente que le rodeaba y tenía la suerte de compartir con él las mañanas y alguna tarde y alguna noche también de farra y jarana, todos ellos sin excepción lo miraban como a un ser especial, de esos a los que conoces una sola vez en la vida. Fue un gusto ver su despliegue de energía desde la primera hora de la primera mañana, sus galopadas por los pasillos, siempre rodeado de niños desgastando su nombre, siempre buscando los caminos nuevos, impensados, inexplorados. De todas las miles de anécdotas y los millones de gestos y espisodios sorprendentes yo me quedo con la imagen de un dedo pulgar hacia arriba, como hacían los emperadores romanos cuando tenían clemencia del perdedor en la arena. Ese dedo, siempre hacia arriba, nos fue contagiando a unos cuantos sin que fuéramos conscientes del milagro y he aquí que el otro día sorprendí a otro de esos seres excepcionales que me ha regalado el 2008 haciendo ese gesto sin pensar, instintivamente. Y he aquí que soy yo mismo quien sin querer voy levantando el pulgar allá por donde el destino me va llevando desde entonces. Ese gesto tan simple, tan aparentemente nimio, transmite sin embargo una llamarada de fuerza y de energía positiva, de vida desplegada sin ataduras ni corsés. Levantas el dedo según vas por los pasillos y te das cuenta de que la gente sonríe, bendito milagro de la sonrisa que en cantidades tan grandes nos regaló este ser tan especial.


Hoy contemplo con satisfacción cómo su energía y su entusiasmo siguen vivos y como su aura ampara y protege a los que con él quedaron. A mí me cuesta en las frías madrugadas de la sierra ponerme en marcha sin su inestimable ayuda, pero aprendí a hacerlo, aprendí de él a ser más feliz cada día, y sobre todo, a transmitir esa felicidad a los demás. Qué hermoso don, levantar el dedo y ver que el dormido despierta, el triste se alegra y el antipático queda hecho un mar de dudas y confusiones. Qué hermoso don nos diste, compañero, qué bueno que te conocimos.

Al chiquiteo, por todo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

La lluvia y los pensamientos.

LLueve sin descanso desde hace unas horas. Ha ido oscureciendo paulatinamente sobre los tejados de la ciudad, que vive unos días raros: se ha ido la gente que comúnmente cabalga por sus aceras y han venido los turistas a pasear, a acariciar el terreno con su falta de prisa y su extraña mezcla de admiración y temor por las cosas que aquí ocurren. Me gustan estos puentes en los que me quedo en casa disfrutando del tiempo, estos puentes en los que la carretera atestada la ves por la tele y las calles se relajan, cobran un aire más humano y amable. Son días estos de parón, de tregua, en los que abandonas tu maleta de trabajo en el mueble del pasillo, te pones ropa cómoda y te preparas para el encuentro contigo mismo, con todos los pensamientos que vas apartando porque no tienes tiempo para escucharlos ni para prestarles la atención que requieren.

Se levantó el día con lluvia fina y fue creciendo hasta el aguacero sotenido de la noche. Me he puesto mi abrigo y un gorro y he salido a dar un largo paseo, para ver cómo el agua iba anegando aceras y calzadas e iba vaciando las calles. Es lo mejor que le puede ocurrir a esta ciudad salvaje, querido amigo, agua en abundancia, néctar y ambrosía que vacía las calles y purifica el aire y los corazones de quienes amamos pasear por Madrid, entrar en los cafés ahora en invierno y ver cómo se empañan las gafas y cómo huele a café y a churros. El agua que baña Madrid y deja encerrados en casa a todos aquellos que pretenden convertirla en una gigante discoteca al aire libre y en un mercado ambulante de las más absurdas mercancías. Se quedan en casa y por un día nos dejan pasear tranquilos. Ves el Retiro escurriendo por todos sus costados, Preciados brillante como si fuese una pista de hielo, la Gran vía en huelga parándose a respirar, Chueca en calma, llorando su identidad perdida, El Prado alzándose orgulloso mirando hacia Atocha, desde donde ha salido bien temprano un tren en el que viaja quien te acompaña todos los días y va viendo cómo cambian tus perfiles. Se ha ido a su pequeño refugio familiar, así que estás solo este puente de agua purificadora y paseas por la calle Cervantes en busca de una fábrica de churros que hace las mejores patatas fritas del mundo. El señor es un caballero de los de verdad, de los que no usan traje ni sombrero, de los de bata azul y lapicero con el que sumar las cuentas, un caballero cortés que fríe lentamente sus patatas fritas y te da la bienvenida a su pequeña fábrica de delicias. Compras una bolsa de patatas, hablas de las bondades de esta lluvia generosa que te cala la piel y penetra en tu alma para decirte que escuches, que hoy que estás solo y nadie te requiere debes pararte a escuchar aprovechando la calma extraña de la ciudad, a escuchar lo que te dicen tus pensamientos. Respira en la plaza de Santa Ana el aire húmedo y atraviesa la plaza por fin sin terrazas mientras recuerdas despacio otros días de lluvia, en otras ciudades, cuando aún eras un niño y ya gustabas de pasear bajo el agua, entonces con un balón eterno al que ibas dando toquecitos que esquivaban los charcos de la plaza. También con lluvia paseaste con la primera chica que te hizo dividir en dos tu tiempo y tu pensamiento.

Sin querer has llegado a la Plaza Mayor, donde se escuchan ecos y el agua cae a chorros gordos de los tejados, hermosos tejados de esta ciudad que jamás quiso crecer hacia arriba, pero que tuvo tan malos gobernantes que nunca quisieron pararse a escucharla. Escuchar, ese verbo maldito que no practican quienes lo temen. Tú hoy no tienes miedo a escucharte a ti mismo, a estar contigo a solas, repasar los últimos meses, analizar tus actos y tus actitudes, pensar en lo que eres y en lo que te vas convirtiendo, lo que vas ganando y lo que vas perdiendo. El agua ya te empapa y pega las ropas a tu cuerpo cuando llegas a casa. Se nos van pegando al cuerpo las ropas y los días y con su peso vamos notando lo que cambia y lo que permanece. Hablar contigo a solas es gratificante y no te temes, no rehuyes la posibilidad de al menos por un día pararte a pensar y a hacer balance.

Sigue lloviendo cuando ya te vas a la cama. Escribes esto para prolongar aún unos instantes más esta deliciosa conversación contigo mismo. Ya vendrá en breve el sueño a callarnos a todos.

Leech.