viernes, 10 de julio de 2009

Pequeño milagro.

Hoy he presenciado un pequeño milagro. Son los milagros así, los que suceden sin hacer ruido, sin ser previstos ni intuidos ni anuncados previamente, los que mejor gusto dejan. Ocurren de pronto, en cualquier lugar y a cualquier hora y si eres afortunado y pasas por allí lo único que puedes hacer es parar, postponer aquello que tuvieses pensado y dejarte deslumbrar y seducir por las maravillas que esconde el mundo bajo su dura y áspera apariencia.
Basta que un día como hoy, en los que Madrid parece un horno a máxima potencia y no encuentras el consuelo de una leve brisa o pequeña fuente por más que buscas (solo grúas, martillos, polvo) de pronto, en ese espacio hermoso del que esta ciudad cateta no sabe presumir, a la Plaza de Oriente me refiero, basta pues que en ese espacio como por arte de magia aparezca una orquesta clásica y se ponga a interpretar piezas de autores clásicos. Basta ese pequeño acto insignificante para que, milagro pequeño, pero insólito y bendito, más de un millar de madrileños se callen por fin, guarden silencio y escuchen. ¡Créetelo, Leech, se hizo un silencio prolongado para escuchar música clásica en el centro del infierno!
Atónito ante el prodigio me detuve y estuve escuchando, dando vuelo al pensamiento y a las emociones. Pero a mitad del concierto juzgué sensato marcharme, no fuese a venir alguien a estropearlo todo. Por lo menos así me he asegurado el buen recuerdo y puedo contarlo, a falta de evangelistas que lo hagan mejor y más duradero.

Grice.