viernes, 29 de julio de 2011

Irache.

“…Saber es alentar con los ojos abiertos…” Tan abiertos como los tiene a todo, al más mínimo detalle: al dolor, al mirar que pide socorro, al perdón y a compartir la dicha, la esperanza, la alegría… Ha llovido tanto estas semanas sobre nuestras vacaciones estivales, nos ha caído tanto y tan fuerte, que me ha pasado casi inadvertido que después de cuatro años –casi un lustro- compartiendo fatigas con ella, el año próximo ya no podré buscar ese aliento de unos ojos que todo lo comprenden y lo explican.


Recuerdo la primera conversación con ella subiendo una avenida que parecía no tener término, pero que finalmente nos condujo a algún sitio: al encuentro con otros que esperaban con la misma ansiedad y el mismo temblor a alguien con quien poder atravesar mejor la densa nube gris de la apatía y la abulia que se había instalado en los altos de Vallecas. Recuerdo también no tener ninguna duda cuando me recomendó aquel viaje a las antípodas, donde me esperaban todas las alegrías que me habían sido negadas hasta entonces. También el “sí” sin condiciones que me llevó a un delirante periplo por la madre Grecia. El pasado se va envolviendo en niebla, pero la veo nítidamente en la parte delantera del autobús que cruza el Peloponeso, contándome lo peligrosa que puede ser la lectura de la Metafísca de Aristóteles. Y las ojeras, la duda de si la risa o el llanto, el absurdo absoluto, pero también la amistad, la confianza, volver y que ya no sean necesarias ni las palabras para decir y para comprender lo dicho. No puedo olvidar tampoco su sonrisa cuando me dijo un septiembre soleado que iba a ser madre. El fruto se llama Alejandra, que tiene los ojos igual de abiertos que ella.


Después de la larga ausencia, su retorno fue para mí como el silencio en la noche, cuando ya se apaga el ruido de Madrid y llega lo más esperado, ese silencio que envuelve y del que surgen los pensamientos más profundos y más creativos, cuando regresa en la calma la mirada del niño para la poesía, la sagrada hora del verso. Y en versos se han escrito desde entonces sus apariciones, cuando entraba en medio de las reuniones y nos miraba agonizar a Jorge y a mí, y era el antídoto contra el veneno; o cuando en los autobuses recogía con paciencia mi voz desesperada, hastiada, herida por el capricho; cuando me prestaba un poco de luz para poder ver a Husserl o a Kant; o cuando en la biblioteca había alguien con quien charlar más allá de lo cotidiano… Hasta hoy, preparándonos para pelear por poder recuperar los pedazos de nuestra dignidad. Ha sido ella, cómo no, la que me ha vuelto a alentar, a comprender y a recordar que nosotros no vamos a poder nunca desertar de nuestras ilusiones.


Será duro en este septiembre incierto y ya no tan luminoso, después de tanto tiempo, empezar un curso sin Irache cerca. Será muy hondo el vacío. Pero queda la alegría de haber compartido un poquito del viaje y la esperanza de un mañana en el que volvamos a coincidir y a ocupar nuestro sitio, el que nos corresponde, para desempolvar tantos buenos proyectos, tantas grandes ideas, tantas infinitas ganas de cambiar las cosas. Gracias Irache, por esos ojos tan abiertos a cuanto nos ocurría.







viernes, 22 de julio de 2011

Seguir caminando.






















Fotografía de Inés del Sol, exalumna de la escuela pública.




Se ven las estrellas también en Madrid algunas noches como esta, una más de este julio que por una vez no vino envuelto en calinas y aires africanos y sí en una agradable brisa de verano. Cuando uno mira allá arriba y ve, imagina tamaños y distancias inmensurables y cobra consciencia de lo poco que somos y significamos en este Universo infinito, inabarcable e incomprensible. Basta mirar con calma al cielo y abrir los sentidos a todo lo que nos rodea para ser conscientes de nuestra insignificancia, de nuestra pequeñez. Por eso nos unimos a los otros y buscamos constantemente el calor de su presencia, por miedo a quedarnos solos ante esa inmensidad presente, pero ignorada tan a menudo. Conviene de vez en cuando sentirse pequeño, minúsculo grano de arena en la infinitud del desierto. ¿Quién no se ha sentido así frente a un mar enfurecido, ante la misteriosa quietud de una montaña o bajo un cielo poblado de estrellas? Así me gusta pararme a pensar en las espaciosas noches de verano, cuando no me importan las horas, ni los días, ni las obligaciones. Sentirse nada, diminuto, pequeño, insustancial, para ir de nuevo comenzando el camino que me lleva a mí mismo y a los otros.


Desgasta mucho esta batalla que es la vida, por eso hay que parar a recobrar el aliento y a ordenar un poco los pensamientos. El primero, ser humilde, volver siempre a desnudarse cuando uno se creía ya para siempre protegido por cómoda y cálida vestimenta, cuando no por pompas y galas, siempre inmerecidas. Hemos de levantarnos cada día y reinventar desde lo más pequeño nuestros pasos, trazar nuevos rumbos, volver al esfuerzo de construir un sentido, acordarnos del ayer y buscar sus huellas, para que toda la ruta se nos vaya mostrando cada vez más sencilla. Ni un paso atrás, pero con el pasado escoltándonos, consejero, este sí, sabio y certero. El hombre que no recuerda, nunca puede encontrar algo verdaderamente sustancioso en su vida, solo le está permitido un merodear que, si atractivo un tiempo, deviene inevitablemente en amargor y desdicha al final del camino.


Complejo es este viaje de la vida. Toca ahora, después del verano, volver a encender la mecha de lo que un día fue vocación, pasión, destino. Han venido a ponerse en medio del camino aquellos que nunca han abierto los sentidos a la inmensidad y que, por tanto, ignoran que son, ellos también, minúsculos e insignificantes. Desconocen la humildad del que ha de ir reinventando qué hacer con su vida. Y en el hoy que despierta, cuando a uno le tocaba pensar "¿y ahora qué?" han venido a dar respuesta aquí, en medio de estas plácidas jornadas veraniegas, a la incómoda pregunta: ahora a luchar por recuperar lo que no hace tanto decidí que sería mi profesión, parte del desvelo y del sosiego de mis días.


Está hermosa hoy también la noche y descanso, porque harán falta las fuerzas cuando llegue el momento, porque no pienso ya dar ni un paso atrás, mis sueños sienten de nuevo su imparable deseo de ser realizados.

Leech.



A todos los alumnos y profesores de la escuela pública a los que he querido y que me han querido ellos también a mí.