jueves, 17 de diciembre de 2009

Renunciar.

Muchas veces he sostenido, querido Grice, que nuestras vidas están hechas de contínuas renuncias. Nos pasamos los días renunciando a aquello que deseamos: a las simples apetencias, esos deseos nimios e intranscendentes cuya consecución produce un efímero placer que pronto se desvanece (la piruleta en el escaparate, el niño que llora, la piruleta en sus manos y apenas un segundo y ya está la piruleta sola y abandonada a su triste condición de apetencia pasajera); pero también a los anhelos profundos e intensos: aquellos que nos hacen caminar sin rumbo, abstraídos, deseosos de estar sin ocupación y solos para entregarnos a los pensamientos y elucubraciones, "podría o pudo ser así, debería o debió ser de esta manera, tan hermoso y sencillo..."
Pero sabemos que no puede ser y lo asumimos y con esa asunción vamos creciendo y fortaleciéndonos y también, por qué no, dejándole un espacio en nuestras vidas a la ensoñación y la fantasía.
Vienen también en nuestra defensa los consuelos: "mejor no tener esto o lo otro, para qué, una vez poseído habíamos de empezar a sentirlo como rutina y pronto se gastaría todo, compañías, amores, emociones... pronto dejarían de ser primicias y el tedio acabaría por abrasar lo que una vez fue deseado." Muy bien, siempre encontramos fuertes defensas, pero hay que reconocerlo, querido Grice, duele renunciar, alejarse de lo deseado, verlo todos los días ahí cerca, al alcance de la mano y la palabra y tener que decirle adiós con desconsuelo... hasta que solo sea ya recuerdo de lo que un día con febril pasión deseamos.

Leech.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Lluvia.

¿Por qué no vienes a llenarlo todo con tu frescor y tu música? ¿Por qué no quieres ya saber nada de nosotros? ¿Hemos de volver a las canciones: "qué llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva..."? Hartos estamos del subjuntivo ya, vieja amiga, solo queremos que vengas a anestesiarnos con tu goteo, con tu caer, con tu alimento. Vuelve, lluvia, vuelve y cálanos hasta el alma, mecenos con tus milenarias palabras, para que de nuevo podamos escuchar nuestros pensamientos. Ven a empapar a los que todo lo ensucian y corrompen, a los que nos van limando la esperanza con sus arteras mañas, que escurriendo y maldiciendo se vayan ahogando en su propio veneno. Golpea los tejados de nuevo para que podamos oirte bajo la manta en medio de una fría noche de nuevo invernal, el trabajo aún en la lejanía del día que tardará en llegar. Trae contigo el olor de las eras de la infancia, del árbol y la tierra húmedos, regálanos, generosa, el placer de los días de lluvia de nuestra bendita infancia, tumbados sobre el calor de la gloria porque siempre causaste pasmo en nuestros adultos. ¿Recuerdas cuando nos escapábamos arriesgando la cara para jugar a piratas y a pescadores entre los enormes charcos que ibas creando para nosotros? Vengan después los claros, pero quede el placer de haberte visto de nuevo por unos días cantar sobre el empedrado, sobre las marquesinas de los autobuses, los cristales del aula, la baldosa del balcón de mi casa... "Que llueva, que llueva/ la Virgen de la Cueva/ los pajaritos cantan/ las nubes se levantan..."

Grice y Leech.