viernes, 9 de noviembre de 2012

Juventud y vida.


Querido Leech:

Hace una semana murieron cuatro chicas jóvenes en una macrofiesta en el ya malhadado Madrid Arena. La muerte de estas pobres niñas rubrica una historia truculenta de avaricia, negligencia y maldad. Avaricia por extraer hasta el último céntimo de los bolsillos de una juventud conducida por un conglomerado de fuerzas y abstenciones hacia un modo de vida de rebaño atontado, que cifra toda su alegría y disfrute en seguir los pasos marcados por estos tiranos del dinero: las autoridades, los empresarios del ocio y los publicistas y mercaderos que se llenan los bolsillos: un Dj que cobra miles de euros por poner discos, unos empresarios de la noche multimillonarios que además deben un dineral a la hacienda pública y cometen cuantas infracciones de la ley se les antoja, unas autoridades que se lo permiten y que se aprovechan también del negocio cobrando alquileres astronómicos por espacios diseñados en su día para otras actividades.
Qué sencillo resulta ahora culpar a los locos chavales que ya no saben comportarse “como antes”, que adoran hábitos atroces como lo es, de hecho, esa de apiñarse en aparcamientos, plazas y salas de fiesta, acompañados de toneladas de alcohol y decibelios, algo insufrible, si se piensa con cautela. Qué sencillo lo que he oído por las calles: “estos jóvenes, tan despreocupados”. Pero pienso, casi sin ganas de escribir, en los verdaderos culpables de toda esta amarga historia que afortunadamente no ha terminado en catástrofe de dimensiones inasumibles (pudo ser así). No han nacido sabiendo, es responsabilidad de la sociedad que supuestamente les acoge y les ampara, educarles. Era tarea de los adultos ponerles a salvo de esta salvaje jauría de carroñeros que poco a poco, todos en connivencia, han ido construyendo un sistema que les atontara, que a través de millones de estímulos, dispersados por doquier, y de mensajes sibliminares, que gritan en sus aún débiles y maleables conciencias sus cantos de sirenas, les arrastran desde bien pronto a comportamientos de masa sumisa y gastadora, anulada toda capacidad crítica. Les dicen lo que es preceptivo para estar en la vanguardia, en la moda, les visten y les dirigen hacia un estilo de vida que se cifra en la frustración cotidiana para la explosión liberadora del fin de semana, les llevan y les conducen de la mano de relaciones públicas y redes sociales hasta la fiesta del año, el local de moda, y una vez allí, en posesión de sus euros, se desentienden de su seguridad y les dejan en manos del hado y de las trampas de la ratonera.
Y son las autoridades las primeras en contribuir a semejante drama. Perdonan los delitos de estos mafiosos del ocio, les ceden los espacios, los cuatro policías, las dos ambulancias del Samur (bonita declaración de intenciones) y les venden, les ponen en sus manos.
Aterrorizados ante la tesitura de lanzar mensajes impopulares, de ser tachados de anticuados, la sociedad de adultos calla y cada vez tolera más y ríe la gracia de lo que no la tiene. Millones de jóvenes hacen botellón por todas las calles de España, y ya es asumido el hecho como común e inevitable, gracia que se ríe. Y casi nadie se atreve a clamar contra la evidencia de que una juventud que pasa el tiempo en los bancos y en los parques bebiendo alcohol, es una juventud domada, manipulable, sumisa, sin nada que decir ni proponerle al porvenir. Es una generación borrada, que no tiende puentes ni tiene vínculos, que no protesta ni reclama, que no exige ni es crítica con sus mayores. Imagino a veces que el Campus de la Complutense, que se convierte los viernes y los sábados en vertedero de basuras y botellas rotas, restos de la macrofiesta cotidiana, fuese, en cambio, el nuevo ágora, un espacio lleno de universitarios que discuten, hablan, intercambian ideas, aprenden unos de otros y hacen cosas para reivindicar un mundo más justo y solidario, para discutirle al poder su visión totalitaria de la realidad. Así debería ser, pero imagino también la premura con la que todos, rectores y decanos incluidos, lucharían por detener semejante subversión. La misma premura que ahora no tienen para ponerles a esos universitarios delante un espejo y recordarles cuál era el fin y el sentido de esas viejas instituciones, las universidades. O para ponerse ellos el espejo también y recordarse a ellos mismos el fin y el sentido de esas viejas instituciones a las que han vendido miserablemente.
Vestidos con las mejores marcas, poseedores de los artefactos tecnológicos más modernos, ven los jóvenes pasar el don maravillosos de la vida sin exprimirlo a cada instante, en cada momento, sin pensar en el supremo esfuerzo que supone mantener encendida la llama que a todos nos alumbra.
Pero requiere guías esta tarea de mostrar el camino, modelos, voces que adviertan, que amparen, que entiendan; oídos que escuchen y comprendan, que presten atención; requiere valor y tacto de los adultos, esfuerzos para impedir que lo peor de las alimañas de esta tierra, los usureros que solo quieren oro a espuertas sin importarles las consecuencias, convenzan con sus cantos de ocio a nuestros jóvenes de que la alegría se cifra en pequeños momentos de explosión nada más. La alegría está en los amigos, en la naturaleza, en poder disfrutar del arte, en el estudio de lo que a uno le apasione, en ir aprendiendo cada día de aquellos a los que uno admira, en el cine, los paseos, los amores, los llantos, los juegos, las vacaciones en el mar y los fríos inviernos en casa, en los padres, los hermanos y su amor y cariño, en los animales que nos acompañan, en las tardes de sol y también en las de lluvia, en aspirar el mundo en cada bocanada de aire y sentir cómo nos penetra y nos traspasa el milagro de la vida.
Ya no podrán hacerlo estas pobres niñas en las que pienso, aunque no las conociera, estos días. Se me encoge el corazón imaginando su sufrimiento esa fatídica noche y el de sus familiares y amigos ahora. Nunca debieron estar metidas en ese agujero al que las fueron llevando.

Grice.

jueves, 22 de marzo de 2012

Excusatio non petita...

Querido Leech:
No se me ocurren mejores palabras para expresar lo que me está ocurriendo los últimos días con amigos, familiares y compañeros de trabajo. Rompen el hilo de las conversaciones habituales para exponer, sin venir a cuento y sin que nadie les haya preguntado ni pedido explicaciones, los motivos por los que no van a secundar la huelga general del próximo día 29. Sus excusas son variadas: "A mí la reforma laboral no me afecta" (se llaman necios); "No me siento representado por los sindicatos" (¿y por tu conciencia, y por tu pensamiento e ideas?); "Es una fecha muy mala, al día siguiente empiezan las vacaciones escolares" (¿solo existís los profesores en España?); "Económicamente no puedo permitírmelo" (mientras se toman un vino por el que les pedirán tres euros); "Estoy cansado de tanta movilización, necesito un respiro" (pobres luchadores extenuados); "En mi empresa nos lo han prohibido" (¿te creerás también los motivos de tu inminente despido?); "Hay que darle tiempo a la reforma a ver si tiene efectos positivos." (¿a qué estás dispuesto a llamar "efectos positivos"?). Todas confluyen, sin excepción, en la más absoluta idiotez y en el más lamentable de los egoísmos. Especialmente molestas han sido las excusas de quienes no hace mucho se han vestido su camiseta verde, han manifestado su orgullo y entusiasmo por haber contribuido con su esfuerzo y con su lucha a crear una "marea verde" que cambiaría la historia de Madrid y de España, han hinchado globos verdes, encendido velas verdes, firmado y corregido con bolígrafo verde, formado parte de filas indias, aulas lúdico festivas en las calles, bailado la conga en verde... Y ahora se parapetan en mil motivos para asistir a clase el día 29, repartir las notas, tomarse un canapé y cobrar la soldada del día, mientras imaginan nuevas acciones imaginativas que sigan contribuyendo a cambiar el mundo.
Pero lo que más sorprendido me tiene, querido Leech, es que en ningún momento les he pedido explicaciones a quienes me las han ido dando de manera tan detallada y pormenorizada. Me han ido soltando sus argumentos como el que recita un tema que se acaba de memorizar. Mi postura ha sido escucharles en silencio, sonreír levemente, y pensar en qué conflictos no tendrán sus pobres conciencias para verse obligados a dar tanta excusa no pedida, tanto argumento no solicitado. Y que seguirmeos vivos para ir viendo cómo todo sigue su desplome y sus excusas se convierten en proclamas.

Grice.

viernes, 2 de diciembre de 2011

1 de noviembre de 2011

Querido Grice:
Hoy ha sido el día de todos los santos y he ido a ver la tumba de mi hermano, ser sufriente y desvalido que vino al mundo para apenas estar sobre él tres años. Nació muy enfermo, lleno de dolor y llanto y murió un 6 de enero de 1988 en el que por mi casa no pasaron los Reyes Magos. He ido a visitar su tumba en el cementerio de Tiedra, un pequeño pueblo de Castilla en el que nació y se crió mi madre, una mujer que se comió el dolor a dentelladas para que mi hermana y yo, los que quedábamos vivos, no creciésemos en un mundo de luto y de tristeza y sí en uno de gozo y de alegría. Y ha sido con ella, al regreso del camino del cementerio, con quien he ido recordando una maravillosa historia de las que convierten el mundo en un territorio de magia y misterio. El caso es que mi pobre hermano, Raúl fue su nombre, se pasaba las mañanas enteras sentado sobre una silla de bebé encima de la encimera de la cocina, mientras mi madre se dedicaba a las labores de la casa. Allí estaba el niño, llorando con frecuencia por el extremo dolor que siempre le martirizaba y nunca le daba una tregua o un descanso. Para ver si al menos una apequeña distracción lograba consolarlo un poco, le compraron mis padres un pequeño y hermoso pajarito, un periquito con plumaje verde y reflejos azules. El pájaro desde el primer día fue generoso con sus cantos y gorjeos, que parecían gustar a mi pobre hermano, que al escuchar los cantos nos miraba alegre y se sonreía.
Y fue el caso que un día, al ir a limpiar su jaula, el pájaro se escapó y echó a volar por la cocina. La ventana que daba a la calle estaba abierta, pero, sorprendentemente, el animal no buscó esa abertura hacia la libertad, sino que se fue a posar mansamente sobre el borde de la silla de bebé en la que mi hermano se sentaba. Se quedó allí, frente al niño, que lo miraba fijamente, como atónito y perplejo por ver al animalillo fuera de su jaula. Mi madre decidió dejar así, suelto, al pájaro, a ver cómo reaccionaba. Y le puso su alimento en un papel sobre un extremo de la encimera. Fue pasando la mañana y el pájaro no huía, al contrario, iba tomando gusto y confianza a su nuevo espacio y se desplazaba por toda la cocina en vuelos cortos y enérgicos que hacían las delicias de mi hermano, quien lo seguía siempre atento con la mirada.
Fueron pasando los días y el pájaro entraba y salía con total y entera libertad en la jaula, se desplazaba piando por toda la casa, desde el salón, en un extremo de la casa, hasta la cocina, en el otro extremo, para acabar siempre, invariablemente, posándose junto al bebé, que siempre recibía al animalillo con una enorme sonrisa.
Una fría mañana de enero mis padres salieron de casa con mi hermano muy enfermo y debilitado. Ya nunca más regresó, al fin pudo descansar de sus dolores en un sueño eterno y definitivo. Cuando mi madre empezó, el mismo amanecer del día siguiente a ese extraño día de reyes, a comerse la pena y el llanto a dentelladas, contemplamos cómo el periquito iniciaba su enésimo vuelo por la cocina, pero esta vez buscando la ventana abierta, por la que salió para no regresar jamás. En la inocencia del niño que mira al mundo aún sin saber muchas cosas, ya pude sentir ese día un aguijón repentino en mi pecho. Mi hermano, nos decían, se había ido al cielo. Y a ese mismo cielo pensé que se encaminó el pequeño pajarillo, en busca de Raúl, para posarse una vez más en su regazo y hacerle reír con sus dulces cantos. Desde entonces siempre he sentido una gratitud inmensa hacia aquel animalillo que vino a mi casa a darle a mi hermano los únicos instantes de felicidad que sintió en su vida.
De nuevo he ido, ya en soledad, a ver la tumba por la tarde. Es importante recordar, pensar en los que se han ido, preservarles del olvido. Yo era muy pequeño cuando él murió, apenas tenía siete años, y es curiosamente ahora cuando más añoro a Raúl, el hermano pequeño con quien no he podido caminar de la mano por la vida. Añoro su compañía y su voz y sus ojos para reconocerme. Y cada día es más vasta su ausencia, semilla que quedó dentro del niño que fui y que fue creciendo, germinando, brotando en el centro de mi ser, para ser ya hoy dolor presente.
Pensé también en Fabiola, la última ausente en mi vida. La recordé en clase, mirándome, escuchándome, enseñándome a celebrar la vida. A eso me fui después, de regreso del cementerio, a celebrar la vida: los colores del otoño en los álamos y en los chopos; las primeras aguas de los manantiales después del seco verano; la neblina cubriendo los campos mientras atardece; y los pájaros cantando, buscando el cielo, dándome compañía.

Leech.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Dignidad.

Tras el furibundo ataque a la escuela pública realizado por el gobierno de la Comunidad de Madrid, querido Leech, varias reflexiones acuden a mi mente. No es la primera el desprecio que siento por personajes tan mentirosos y grotescos como Esperanza Aguirre y su pequeña delfín sin escrúpulos, la consejera de educación, llamada, se ha de saber, Lucía Figar. Grotescas, como salidas de un sainete, se dedican a sembrar de falsedad el ambiente, mintiendo, descalificando, hablando de lo que desconocen de manera incontinente y descontrolada. Decididas como están a romper y quebrar ese hermoso camino de igualdad social que ha sido la educación pública, no escatiman en mentiras ni en desgaste de su imagen, a la que entierran en fango sin preocupación ni pudor, deben ser cosas habituales en quien no conoce el honor, la dignidad, ni la decencia. El puente que lleva desde mi padre, camionero sin estudios, a mí, profesor de lengua y literatura con una licenciatura universitaria, debe ser degradado y destruido para que todo vuelva a su sitio en forma de dogma: solo las élites adineradas en los escalones más altos de la pirámide social. Pero no quiero hablar de estas dos arpías, a las que desprecio y cuyo desastrado final sueño y deseo en un día soleado y hermoso. Mi confianza en la vida me dice que cada cual encontrará al final el lugar que los días le tengan reservado. Y será el lugar de estas la sombra y la vergüenza.



Ahora, en este momento de la verdad, no queda más opción que la inteligencia, el valor y el sacrificio. Estas virtudes han mostrado esos cientos de padres que han llenado nuestros institutos, convocados por nosotros, profesores preocupados por tener las condiciones óptimas, tanto físicas como psíquicas, para poder realizar nuestro trabajo. Esos padres, preocupados por sus hijos, nos han mostrado una comprensión y una dignidad que emocionan y muestran que los caminos de la dignidad aún están claramente visibles y señalizados entre la niebla de la salvaje y deshumanizadora burocracia de políticos corruptos e ignorantes, esos mismos que está tratando a profesores y a alumnos como a números de registro intercambiables y sin ningún valor: qué más da que el profesor de lengua imparta clases de filosofía o de francés; que más da que lo haga en clases de quince alumnos o en clases de treinta; y qué más da que de esos treinta, tres no conozcan el idioma español, sean ciegos o sordos o vivan en unas condiciones sociales penosas, marginados, excluidos o maltratados. Olvidaron estas burócratas que detrás de un profesor o de un alumno hay un hombre o una mujer con una maleta de conocimientos, experiencias y sentimientos muy diversos. Que los seres humanos no son predecibles, como vulgares máquinas, y tienen dudas, certezas, deseos, temores y necesidades. Por eso es tan compleja nuestra labor y necesita de un tiempo lento y espaciado, no admite la prisa ni la urgencia, y por eso reclama también cariño, ayuda y comprensión. Lejos de ofrecernos eso, nuestras políticas nos están insultando y agrediendo cada día con una furia y una agresividad que no podemos comprender. Nos han llamado vagos, ignorantes, conspiradores, privilegiados, parásitos… Y han comenzado un camino de agresión sin retorno que termina con la destrucción de todos los servicios públicos y del sueño que algún día pretendíamos, enfermos de ilusión, alcanzar: la igualdad de todos los seres humanos sobre la tierra.



Ahora, en este momento de la verdad, hemos de comenzar los profesores, alumnos y padres –somos todos- una batalla que no es sino el inicio de una larga lucha, dura y prolongada, por resistir y conservar como un tesoro nuestros derechos y nuestra dignidad, para convertirlos en el futuro en el trampolín que nos impulse a un mundo más justo y equitativo. Las circunstancias nos llaman a la resistencia. Los que se queden de brazos cruzados, engordando los estómagos insaciables del poder, carguen con su penitencia en las noches de insomnio, que les llegarán, como a todos nos están llegando. El resto, Leech, fuerza, coraje y arrojo. “El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.” Lo dice Ernesto Sábato al final de su obra “La resistencia”. No olvidemos nunca la lección de los que sí han sabido transitar los difíciles caminos de la dignidad.



A Luis, profesor y hombre excepcional, que siempre me ha recordado cuáles eran esos difíciles, si bien hermosos, caminos.





lunes, 22 de agosto de 2011

Indignos.








Con esas caras de perros asesinos, con esa pinta de verdugos, con toda la ilegalidad de un uniforme sin placa de identificación, estos salvajes pegan a cualquier ciudadano: mujeres, hombres, ancianos, niños...; estos indignos retienen a periodistas, les tiran las acreditaciones, les golpean y les amenazan; estos lacayos, con toda su brutalidad y su armamento, cortan calles, prohíben pasos, quitan libertades. De sus bocas brotan rebuznos, mugidos: "me sale de los cojones; te pego dos hostias; me saco la identificación de la polla". Esto dicen, esto hacen, uno pasa a su lado y se prepara para el porrazo, el exabrupto, el atropello. Pasan y van como drogados, eufóricos, divertidos en pegar a gente inerme, en abusar del débil, en pisarlo, en zaherirlo. Y estaban para prtegernos. No me salen las palabras del asco que siento, por eso te dejo los vídeos.
Querido Grice, cada día vivimos más envueltos en sombras.

Leech.

viernes, 29 de julio de 2011

Irache.

“…Saber es alentar con los ojos abiertos…” Tan abiertos como los tiene a todo, al más mínimo detalle: al dolor, al mirar que pide socorro, al perdón y a compartir la dicha, la esperanza, la alegría… Ha llovido tanto estas semanas sobre nuestras vacaciones estivales, nos ha caído tanto y tan fuerte, que me ha pasado casi inadvertido que después de cuatro años –casi un lustro- compartiendo fatigas con ella, el año próximo ya no podré buscar ese aliento de unos ojos que todo lo comprenden y lo explican.


Recuerdo la primera conversación con ella subiendo una avenida que parecía no tener término, pero que finalmente nos condujo a algún sitio: al encuentro con otros que esperaban con la misma ansiedad y el mismo temblor a alguien con quien poder atravesar mejor la densa nube gris de la apatía y la abulia que se había instalado en los altos de Vallecas. Recuerdo también no tener ninguna duda cuando me recomendó aquel viaje a las antípodas, donde me esperaban todas las alegrías que me habían sido negadas hasta entonces. También el “sí” sin condiciones que me llevó a un delirante periplo por la madre Grecia. El pasado se va envolviendo en niebla, pero la veo nítidamente en la parte delantera del autobús que cruza el Peloponeso, contándome lo peligrosa que puede ser la lectura de la Metafísca de Aristóteles. Y las ojeras, la duda de si la risa o el llanto, el absurdo absoluto, pero también la amistad, la confianza, volver y que ya no sean necesarias ni las palabras para decir y para comprender lo dicho. No puedo olvidar tampoco su sonrisa cuando me dijo un septiembre soleado que iba a ser madre. El fruto se llama Alejandra, que tiene los ojos igual de abiertos que ella.


Después de la larga ausencia, su retorno fue para mí como el silencio en la noche, cuando ya se apaga el ruido de Madrid y llega lo más esperado, ese silencio que envuelve y del que surgen los pensamientos más profundos y más creativos, cuando regresa en la calma la mirada del niño para la poesía, la sagrada hora del verso. Y en versos se han escrito desde entonces sus apariciones, cuando entraba en medio de las reuniones y nos miraba agonizar a Jorge y a mí, y era el antídoto contra el veneno; o cuando en los autobuses recogía con paciencia mi voz desesperada, hastiada, herida por el capricho; cuando me prestaba un poco de luz para poder ver a Husserl o a Kant; o cuando en la biblioteca había alguien con quien charlar más allá de lo cotidiano… Hasta hoy, preparándonos para pelear por poder recuperar los pedazos de nuestra dignidad. Ha sido ella, cómo no, la que me ha vuelto a alentar, a comprender y a recordar que nosotros no vamos a poder nunca desertar de nuestras ilusiones.


Será duro en este septiembre incierto y ya no tan luminoso, después de tanto tiempo, empezar un curso sin Irache cerca. Será muy hondo el vacío. Pero queda la alegría de haber compartido un poquito del viaje y la esperanza de un mañana en el que volvamos a coincidir y a ocupar nuestro sitio, el que nos corresponde, para desempolvar tantos buenos proyectos, tantas grandes ideas, tantas infinitas ganas de cambiar las cosas. Gracias Irache, por esos ojos tan abiertos a cuanto nos ocurría.







viernes, 22 de julio de 2011

Seguir caminando.






















Fotografía de Inés del Sol, exalumna de la escuela pública.




Se ven las estrellas también en Madrid algunas noches como esta, una más de este julio que por una vez no vino envuelto en calinas y aires africanos y sí en una agradable brisa de verano. Cuando uno mira allá arriba y ve, imagina tamaños y distancias inmensurables y cobra consciencia de lo poco que somos y significamos en este Universo infinito, inabarcable e incomprensible. Basta mirar con calma al cielo y abrir los sentidos a todo lo que nos rodea para ser conscientes de nuestra insignificancia, de nuestra pequeñez. Por eso nos unimos a los otros y buscamos constantemente el calor de su presencia, por miedo a quedarnos solos ante esa inmensidad presente, pero ignorada tan a menudo. Conviene de vez en cuando sentirse pequeño, minúsculo grano de arena en la infinitud del desierto. ¿Quién no se ha sentido así frente a un mar enfurecido, ante la misteriosa quietud de una montaña o bajo un cielo poblado de estrellas? Así me gusta pararme a pensar en las espaciosas noches de verano, cuando no me importan las horas, ni los días, ni las obligaciones. Sentirse nada, diminuto, pequeño, insustancial, para ir de nuevo comenzando el camino que me lleva a mí mismo y a los otros.


Desgasta mucho esta batalla que es la vida, por eso hay que parar a recobrar el aliento y a ordenar un poco los pensamientos. El primero, ser humilde, volver siempre a desnudarse cuando uno se creía ya para siempre protegido por cómoda y cálida vestimenta, cuando no por pompas y galas, siempre inmerecidas. Hemos de levantarnos cada día y reinventar desde lo más pequeño nuestros pasos, trazar nuevos rumbos, volver al esfuerzo de construir un sentido, acordarnos del ayer y buscar sus huellas, para que toda la ruta se nos vaya mostrando cada vez más sencilla. Ni un paso atrás, pero con el pasado escoltándonos, consejero, este sí, sabio y certero. El hombre que no recuerda, nunca puede encontrar algo verdaderamente sustancioso en su vida, solo le está permitido un merodear que, si atractivo un tiempo, deviene inevitablemente en amargor y desdicha al final del camino.


Complejo es este viaje de la vida. Toca ahora, después del verano, volver a encender la mecha de lo que un día fue vocación, pasión, destino. Han venido a ponerse en medio del camino aquellos que nunca han abierto los sentidos a la inmensidad y que, por tanto, ignoran que son, ellos también, minúsculos e insignificantes. Desconocen la humildad del que ha de ir reinventando qué hacer con su vida. Y en el hoy que despierta, cuando a uno le tocaba pensar "¿y ahora qué?" han venido a dar respuesta aquí, en medio de estas plácidas jornadas veraniegas, a la incómoda pregunta: ahora a luchar por recuperar lo que no hace tanto decidí que sería mi profesión, parte del desvelo y del sosiego de mis días.


Está hermosa hoy también la noche y descanso, porque harán falta las fuerzas cuando llegue el momento, porque no pienso ya dar ni un paso atrás, mis sueños sienten de nuevo su imparable deseo de ser realizados.

Leech.



A todos los alumnos y profesores de la escuela pública a los que he querido y que me han querido ellos también a mí.