viernes, 31 de octubre de 2008

Héroes.

Querido Leech, no cabe duda de que la mujer es muy superior en virtud al hombre, y no me limito a una mera disertación teórica sustentada solo en nuestras dudosas intuiciones y nuestros huecos razonamientos, antes al contrario, esta afirmación la puedo demostrar con un pequeño vistazo a la actualidad del mundo en el que vivimos. Así es, querido amigo, son hombres los banqueros que han estado robando con el beneplácito de presidentes hombres, como hombres son los alcaldes, constructores y concejales que se han hecho casas con helipuertos gracias a la especulación y el soborno. Hombres son los dictadores siempre, los que declaran las guerras, los que torturan y los verdugos de todas las épocas. ¿Quién maltrata todos los días, asesina y castiga, hiere y golpea, sino los hombres? ¿De qué se componen las mafias y las organizaciones del crimen? ¿Quién conduce a 180 con veinte copas de más? Son también del sexo masculino los que no comprenden que haya otros de su misma especie que tengan otros pensamientos y que vean el mundo de diferente manera.

Claro que hay excepciones siempre y que hay un cierto tipo de mujer que está cayendo en el error y el disparate de quererse parecer al maldito hombre. Pero no solo son las excepciones en ese sentido, también lo son en el contrario, hay hombres con una nobleza y valentía fuera de lo común y son muchos, seguro, aunque no los podamos ver bien por el ruido que hacen los virus que enferman nuestra especie masculina. En medio del ruido y la confusión, esta semana he asistido en primera persona a dos ejemplos que pueden servir de complemento a tu anterior opinión, porque aunque es verdad que "ellas" nos salvan y redimen, también es verdad que hay "ellos" dignos de elogio, de medallas (que nunca les serán entregadas) y de estatuas (que nunca serán erigidas en su honor).

Un maldito ladrón le roba a una señora la cartera en el metro (siempre son hombres los rateros) y aprovecha la parada en la estación de Antón Martín para salir del vagón con el jugoso botín, pero un chaval joven se abalanza sobre él, le derriba y le aprieta fuertemente el cuello hasta que el maldito parásito cede, devuelve la cartera y pide clemencia. Un hombre en su sitio, valiente, decidido, capaz de arriesgar su salud por una señora a la que no conoce, por resolver una situación que ha presenciado y que cree injusta. Un hombre que se lanza desde su apacible asiento del metro hacia la intemperie del peligro, de esa posible navaja, de ese compinche cercano y no detectado, del pasotismo de los demás, miembros de seguridad incluidos, que no dudadrán en mirar cómo el muchacho es golpeado mientras las puertas se cierran y el metro vuelve a la oscuridad de los túneles.

Golpes, sí, como los que se ha llevado un amigo mío hace dos días por tres cobardes que lo abordaron por detrás y lo empujaron, su cabeza contra la farola, luego en el suelo, ya casi sin consciencia, patadas y pisotones. Venía de tomar un café, a las 11 de la noche, y se ha encontrado con estos asesinos (lo hubieran sido si el golpe es en la sien o la patada le hunde el frontal) que lo han pateado sin ningún motivo, por el simple hecho de disfrutar con la humillación del semejante. Se curó las heridas y al día siguiente fue a trabajar, intentando seguir su vida como se sigue después de un mal sueño. Las heridas de la cara cicatrizan, pero no las del alma, hay ahí un escalofrío, una extraña sensación de pena y desconcierto, le han machacado sin razón ni motivo y se pregunta por qué. Le da miedo salir a la calle, por el capricho de tres desgraciados su vida se ha visto alterada y tiene que realizar ahora un proceso de cura, de rehabilitación, volver a recuperar la normalidad y la confianza. Pero lo hará, porque como el muchacho del metro, él es un héroe, dignifica también la especie. Héroes, querido Leech, son héroes y esta vez son "ellos".

domingo, 19 de octubre de 2008

Ellas.

Vienen con su juventud a ocupar sus asientos y a tener sus oídos atentos, porque te conceden cierta porción de conocimiento, intuyen que para estar donde estás has tenido que aprender mucho y ahora ellas quieren apropiarse de ese aprendizaje. Entran a primera hora, te saludan y te ofrecen una colección de sonrisas impropias a esas horas de la mañana, desafiando al frío, al sueño y a su propia edad, que les pide pereza, abulia, apatía. También desafían a una gran parte de la sociedad, que les dice que no son nada sin un maquillaje apropiado, unas caras zapatillas, un llamativo vestuario que les haga parecer pequeñas rebeldes furiosas, díscolas sin motivo, sin razonamiento ni criterio; a una parte de la sociedad que les grita desde los medios que no se comporten con serenidad ni sosiego, que no mediten sus acciones, que se mueran antes que ser sencillas, que llamen mucho la atención para ser "espontáneas" y que para ser las mejores se lleven por delante todo lo que sea necesario: amores, amistades, salud... que estudiar es de aburridos y tener educación y buen comportamiento provoca sospechas, "a mí no me cuadra, no hay que fiarse, es impropio de su edad" he escuchado decir, querido Grice, a voces que se suponen algo autorizadas. Pero no hacen caso. Ellas como si nada, centradas en aprender, en ser mejores cada día, en pulir su personalidad con amor y esmero, preguntando, respondiendo, asimilando, señalando en rojo los errores para intentar no volver a cometerlos. Me hacen mejor cada día también a mí.

Porque nosotros, Grice, somos como velas, soportamos sobre los hombros llamas que nos van haciendo perder solidez, "nos queman" y nos vamos derritiendo. Y la cera derretida en la base del candelero puede ser raspada con espátula y arrojada a la basura o puede regenerarse, volver a cobrar forma de vela, que a veces ilumina y abre claros en la oscuridad, quién sabe. Ellas hacen que vuelva a hablar quien callaba y que vuelva a creer el que ya no lo hacía. Estamos salvados, Grice, no todo es desidia, no todo es grosería, no todo es pereza; hay "ellas" que le devolverán la dignidad a la especie... y áun no lo saben.

A todas ellas, por mejorar el mundo y por dejarme hacer mi trabajo.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Nos arruinan.

El que lleva la cantina donde trabajo este año es ecuatoriano. Se levanta a las 6 de la mañana, coge su tren Cercanías en Villalba y a las 7:30 aproximadamente ya está en la cantina, para que cuando todos vayamos llegando a partir de las 8 no nos falten los churros, las porras, la bollería ni el café, todos esos pequeños amigos que nos hacen más llevadero el desconsuelo del madrugón y de la nueva jornada. Cuando yo llego sobre las 8:15 ya tiene en marcha cantidades industriales de patatas en enormes sartenes, para preparar las tortillas de la media jornada.También está pelando la verdura que al medio día servirá a los chavales que se queden a comer. Su mujer lleva a sus dos hijos al colegio y poco después de las nueve aparece por allí con la furgonetilla que compraron para traer género a la cantina. Es impresionante verlos despachar cientos de bocadillos a la hambrienta chavalada a la hora del recreo sin una sola mala cara, ni una contestación a destiempo, con una amabilidad exquisita y una sonrisa siempre en la boca.
Me gusta llegar el primero a la cantina y charlar con él hasta que el resto del personal va apareciendo. El lunes le comenté que le veía cansado, los párpados barriendo el suelo, la sonrisa de foto de carnet, sin la autenticidad con que la muestra normalmente. Está cansado, los sábados y los domingos trabaja en un restaurante de Villalba, así que para él la palabra descanso solo existe como palabra. Hay una hipoteca, dos niños, los cafés cuestan 70 céntimos y los bocadillos 80. En busca de un futuro para sus hijos -es consciente de que a él solo le esperan años de duro trabajo y letras puntuales del banco- se vino hace unos años de Ecuador, como tantos otros. Una travesía llena de sacrificios hacia la prosperidad, todo con una sonrisa y un "buenos días" auténtico, de los que le despejan a uno el alma.
"Desde luego", pensaba el otro día según iba al trabajo, "tienen razón los políticos de la derecha, esta gente nos lleva a la ruina". Y luego rematé mis pensamientos mientras bajaba hacia el metro rodeado de extranjeros con mono y tartera: "Hay que joderse con la derecha".

Leech.

viernes, 3 de octubre de 2008

Ausentes.

Un día 26 de septiembre de hace ya muchos años nació el que era mi hermano y dejó de serlo. Me he dado cuenta de ello el otro día, sin querer, cuando estaba tumbado en el sofá de mi casa dejando pasar el tiempo, en un día de derrota -"hazme un sitio en tu montura"- y me he percatado de la fecha. Nació un 26 de septiembre, cuando yo aún no tenía consciencia. Lo hizo con el pie izquierdo, lleno de mala suerte el pobre, tanta que se fue a los tres años, cuando ya la consciencia abría huecos en mi memoria. Tengo recuerdos de un día triste, en casa de una tía, escuchando las milongas que se nos dicen de niños: "se ha ido al cielo", "se lo ha llevado un ángel". De dolores y penas yo no entendía, no conocía el significado tan vasto de ese tipo de ausencias. Se fue el día de reyes y dejó un hueco que yo he ido descubriendo y rellenando con el tiempo, despacito, como el que cultiva un huerto de delicados frutos. Se paró el tiempo para el que era mi hermano, su nombre ya no fue más que un recuerdo. Desde entonces he ido reconstruyendo con frecuencia la amistad que no pude ganarme, los paseos que nunca dimos, las palabras que no cruzamos, los latidos que aquella noche de reyes dejaron de alimentarme. Estamos hechos también de ausencias, como de renuncias, lo que pudimos ser y no fuimos ha contribuido a forjar nuestra arquitectura como los que pudieron acompañarnos y nos dejaron, sin embargo, para siempre abandonados. Qué consuelo tan pobre.

Así es, Grice, qué pena pensar en ellos.

Y qué pena que no viera nada, que no probase el sabor de la infancia, que no sufriese la adolescencia, que no luchase su juventud divina, lamentase los fracasos y celebrase los éxitos. Qué pena que se fuese de esta vida sin conocerla, sin exprimirla, y que hayamos tenido que prestarle nuestra imaginación para que se pasease cada día con nosotros de la mano por este tinglado que decimos vida. Ausentes ya para siempre, dejaremos de sentir que son herida, pero no de recordarlos ni de esperar su inmediato regreso.

Para mi amigo Samuel, que también cultiva el recuerdo de su hermano.