miércoles, 21 de septiembre de 2011

Dignidad.

Tras el furibundo ataque a la escuela pública realizado por el gobierno de la Comunidad de Madrid, querido Leech, varias reflexiones acuden a mi mente. No es la primera el desprecio que siento por personajes tan mentirosos y grotescos como Esperanza Aguirre y su pequeña delfín sin escrúpulos, la consejera de educación, llamada, se ha de saber, Lucía Figar. Grotescas, como salidas de un sainete, se dedican a sembrar de falsedad el ambiente, mintiendo, descalificando, hablando de lo que desconocen de manera incontinente y descontrolada. Decididas como están a romper y quebrar ese hermoso camino de igualdad social que ha sido la educación pública, no escatiman en mentiras ni en desgaste de su imagen, a la que entierran en fango sin preocupación ni pudor, deben ser cosas habituales en quien no conoce el honor, la dignidad, ni la decencia. El puente que lleva desde mi padre, camionero sin estudios, a mí, profesor de lengua y literatura con una licenciatura universitaria, debe ser degradado y destruido para que todo vuelva a su sitio en forma de dogma: solo las élites adineradas en los escalones más altos de la pirámide social. Pero no quiero hablar de estas dos arpías, a las que desprecio y cuyo desastrado final sueño y deseo en un día soleado y hermoso. Mi confianza en la vida me dice que cada cual encontrará al final el lugar que los días le tengan reservado. Y será el lugar de estas la sombra y la vergüenza.



Ahora, en este momento de la verdad, no queda más opción que la inteligencia, el valor y el sacrificio. Estas virtudes han mostrado esos cientos de padres que han llenado nuestros institutos, convocados por nosotros, profesores preocupados por tener las condiciones óptimas, tanto físicas como psíquicas, para poder realizar nuestro trabajo. Esos padres, preocupados por sus hijos, nos han mostrado una comprensión y una dignidad que emocionan y muestran que los caminos de la dignidad aún están claramente visibles y señalizados entre la niebla de la salvaje y deshumanizadora burocracia de políticos corruptos e ignorantes, esos mismos que está tratando a profesores y a alumnos como a números de registro intercambiables y sin ningún valor: qué más da que el profesor de lengua imparta clases de filosofía o de francés; que más da que lo haga en clases de quince alumnos o en clases de treinta; y qué más da que de esos treinta, tres no conozcan el idioma español, sean ciegos o sordos o vivan en unas condiciones sociales penosas, marginados, excluidos o maltratados. Olvidaron estas burócratas que detrás de un profesor o de un alumno hay un hombre o una mujer con una maleta de conocimientos, experiencias y sentimientos muy diversos. Que los seres humanos no son predecibles, como vulgares máquinas, y tienen dudas, certezas, deseos, temores y necesidades. Por eso es tan compleja nuestra labor y necesita de un tiempo lento y espaciado, no admite la prisa ni la urgencia, y por eso reclama también cariño, ayuda y comprensión. Lejos de ofrecernos eso, nuestras políticas nos están insultando y agrediendo cada día con una furia y una agresividad que no podemos comprender. Nos han llamado vagos, ignorantes, conspiradores, privilegiados, parásitos… Y han comenzado un camino de agresión sin retorno que termina con la destrucción de todos los servicios públicos y del sueño que algún día pretendíamos, enfermos de ilusión, alcanzar: la igualdad de todos los seres humanos sobre la tierra.



Ahora, en este momento de la verdad, hemos de comenzar los profesores, alumnos y padres –somos todos- una batalla que no es sino el inicio de una larga lucha, dura y prolongada, por resistir y conservar como un tesoro nuestros derechos y nuestra dignidad, para convertirlos en el futuro en el trampolín que nos impulse a un mundo más justo y equitativo. Las circunstancias nos llaman a la resistencia. Los que se queden de brazos cruzados, engordando los estómagos insaciables del poder, carguen con su penitencia en las noches de insomnio, que les llegarán, como a todos nos están llegando. El resto, Leech, fuerza, coraje y arrojo. “El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.” Lo dice Ernesto Sábato al final de su obra “La resistencia”. No olvidemos nunca la lección de los que sí han sabido transitar los difíciles caminos de la dignidad.



A Luis, profesor y hombre excepcional, que siempre me ha recordado cuáles eran esos difíciles, si bien hermosos, caminos.