viernes, 2 de diciembre de 2011

1 de noviembre de 2011

Querido Grice:
Hoy ha sido el día de todos los santos y he ido a ver la tumba de mi hermano, ser sufriente y desvalido que vino al mundo para apenas estar sobre él tres años. Nació muy enfermo, lleno de dolor y llanto y murió un 6 de enero de 1988 en el que por mi casa no pasaron los Reyes Magos. He ido a visitar su tumba en el cementerio de Tiedra, un pequeño pueblo de Castilla en el que nació y se crió mi madre, una mujer que se comió el dolor a dentelladas para que mi hermana y yo, los que quedábamos vivos, no creciésemos en un mundo de luto y de tristeza y sí en uno de gozo y de alegría. Y ha sido con ella, al regreso del camino del cementerio, con quien he ido recordando una maravillosa historia de las que convierten el mundo en un territorio de magia y misterio. El caso es que mi pobre hermano, Raúl fue su nombre, se pasaba las mañanas enteras sentado sobre una silla de bebé encima de la encimera de la cocina, mientras mi madre se dedicaba a las labores de la casa. Allí estaba el niño, llorando con frecuencia por el extremo dolor que siempre le martirizaba y nunca le daba una tregua o un descanso. Para ver si al menos una apequeña distracción lograba consolarlo un poco, le compraron mis padres un pequeño y hermoso pajarito, un periquito con plumaje verde y reflejos azules. El pájaro desde el primer día fue generoso con sus cantos y gorjeos, que parecían gustar a mi pobre hermano, que al escuchar los cantos nos miraba alegre y se sonreía.
Y fue el caso que un día, al ir a limpiar su jaula, el pájaro se escapó y echó a volar por la cocina. La ventana que daba a la calle estaba abierta, pero, sorprendentemente, el animal no buscó esa abertura hacia la libertad, sino que se fue a posar mansamente sobre el borde de la silla de bebé en la que mi hermano se sentaba. Se quedó allí, frente al niño, que lo miraba fijamente, como atónito y perplejo por ver al animalillo fuera de su jaula. Mi madre decidió dejar así, suelto, al pájaro, a ver cómo reaccionaba. Y le puso su alimento en un papel sobre un extremo de la encimera. Fue pasando la mañana y el pájaro no huía, al contrario, iba tomando gusto y confianza a su nuevo espacio y se desplazaba por toda la cocina en vuelos cortos y enérgicos que hacían las delicias de mi hermano, quien lo seguía siempre atento con la mirada.
Fueron pasando los días y el pájaro entraba y salía con total y entera libertad en la jaula, se desplazaba piando por toda la casa, desde el salón, en un extremo de la casa, hasta la cocina, en el otro extremo, para acabar siempre, invariablemente, posándose junto al bebé, que siempre recibía al animalillo con una enorme sonrisa.
Una fría mañana de enero mis padres salieron de casa con mi hermano muy enfermo y debilitado. Ya nunca más regresó, al fin pudo descansar de sus dolores en un sueño eterno y definitivo. Cuando mi madre empezó, el mismo amanecer del día siguiente a ese extraño día de reyes, a comerse la pena y el llanto a dentelladas, contemplamos cómo el periquito iniciaba su enésimo vuelo por la cocina, pero esta vez buscando la ventana abierta, por la que salió para no regresar jamás. En la inocencia del niño que mira al mundo aún sin saber muchas cosas, ya pude sentir ese día un aguijón repentino en mi pecho. Mi hermano, nos decían, se había ido al cielo. Y a ese mismo cielo pensé que se encaminó el pequeño pajarillo, en busca de Raúl, para posarse una vez más en su regazo y hacerle reír con sus dulces cantos. Desde entonces siempre he sentido una gratitud inmensa hacia aquel animalillo que vino a mi casa a darle a mi hermano los únicos instantes de felicidad que sintió en su vida.
De nuevo he ido, ya en soledad, a ver la tumba por la tarde. Es importante recordar, pensar en los que se han ido, preservarles del olvido. Yo era muy pequeño cuando él murió, apenas tenía siete años, y es curiosamente ahora cuando más añoro a Raúl, el hermano pequeño con quien no he podido caminar de la mano por la vida. Añoro su compañía y su voz y sus ojos para reconocerme. Y cada día es más vasta su ausencia, semilla que quedó dentro del niño que fui y que fue creciendo, germinando, brotando en el centro de mi ser, para ser ya hoy dolor presente.
Pensé también en Fabiola, la última ausente en mi vida. La recordé en clase, mirándome, escuchándome, enseñándome a celebrar la vida. A eso me fui después, de regreso del cementerio, a celebrar la vida: los colores del otoño en los álamos y en los chopos; las primeras aguas de los manantiales después del seco verano; la neblina cubriendo los campos mientras atardece; y los pájaros cantando, buscando el cielo, dándome compañía.

Leech.

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