jueves, 10 de julio de 2008

Festejos taurinos.

Acabo de ver en Caiga Quien Caiga un reportaje sobre una fiesta taurina terriblemente sangrienta y desagradable en un pueblo de Extremadura y me he acordado de este texto que escribí el verano pasado. Es un texto que escribí en Tiedra, el pueblo de mi madre, donde cada verano se emplean ingentes sumas de dinero público para traer animales a los que maltratar sin ningún sentido. Es vergonzoso, ver cómo el propio alcalde emite berridos en medio de una calle mientras acorrala a un pobre becerro, dispuesto a hacer lo mismo con cualquiera que se atreviese a proponer una reflexión sobre lo cruel de estas supuestas tradiciones, su absurdo pervivir año tras año. Y es que si quieren comprobar el talante y apostura de estas buenas gentes, capaces de torturar a un animal hasta la muerte, vayan y protesten, que les pasará como mínimo lo que a la reportera de Caiga Quien Caiga.
Este texto iba a aparecer en una revista digital el verano pasado, puede que lo haga este año, si su director lo tiene a bien. No corre prisa, pasarán los años y el texto seguirá teniendo vigencia, lamentablemente.


FESTEJOS TAURINOS.

A lo largo de los meses veraniegos se suceden sin pausa las fiestas patronales de numerosos pueblos de España. Conozco la realidad de las que se celebran en los pueblos de Castilla, baste como prueba el hecho de que estas líneas las redacto desde uno de ellos, Tiedra su nombre. Son éstos eventos muy fatuos, cutres y embrutecedores, es una pena que la gente de los pueblos, en su gran mayoría, no muestre el más mínimo deseo de refinar un poco su gusto, su paladar, que no busque la más absoluta variación a sus actividades (podría recitar de memoria sus programaciones desde que tengo uso de razón), que ninguna alternativa lúdica o cultural se ofrezca a los más jóvenes, que pronto entran a formar parte del conjunto y repiten como loros: paella, pincho, cerveza, orquesta, toros, y se dedican a beber lo que les cae sin ningún discernimiento, “hasta el agua de los floreros”, se acostumbra a decir.
Es precisamente de una de estas variables de la que quiero hablar hoy: de los toros, en sus múltiples manifestaciones, cada una más siniestra. Cada vez que coincido en este pueblo en las fechas reservadas a sus fiestas patronales, me realizo con tristeza las mismas preguntas, ¿qué les ocurre a estos seres humanos, por lo tanto racionales, por lo tanto con capacidad para pensar y con dimensión ética suficiente para distinguir lo que es el bien del mal; la violencia sin sentido como representación de este último de la concordia y convivencia entre todos y de todos con el medio que los rodea, animales y plantas que tan cercanas tienen y sienten a sus vidas, tan lejos nos quedaron ya a los que vivimos en las ciudades grandes y despersonalizadas? ¿Por qué este triste espectáculo de tortura y ensañamiento durante tres febriles días de supuesta fiesta y diversión? ¿Por qué mostrárselo a los más pequeños y, lo que es más grave, iniciarlos en este acto repugnante, que nada aporta, en nada educa, ni divierte tampoco?
El primer tercio, por usar el léxico de tan distinguido “arte”, se da el sábado por la tarde (incluso las fechas y horarios son desesperadamente inamovibles desde que tengo uso de razón) con un precioso encierro por las calles del pueblo, un poco al estilo pamplonica. Digo un poco porque en los archifamosos y hasta la saciedad enaltecidos encierros de San Fermín, los toros corren detrás de los corredores (últimamente hay que decir que corren más bien los toros huyendo despavoridos de la multitud congregada, hasta el punto de que en algunos hay que buscar a los animales como a Wally en los libros, rodeados como están de la masa enardecida) y una vez finalizado el recorrido se da por concluido el encierro. En Tiedra, en cambio, y con Tiedra tantos otros pueblos castellanos, las vaquillas no reciben su descanso o recompensa una vez finalizado el recorrido, sino que se las obliga a desandar lo andado tantas veces como la plebe, ciega de furia y de ira, quiera. Furia e ira son los motores de este evento, es lo único que puede explicar los golpes con palos, patadas, piedras y salivazos, que se arrojan sobre el cansado e indefenso animal. Porque en eso consiste el famoso encierro, en tener durante al menos dos horas a las vacas dando vueltas por un circuito cerrado para golpearlas, herirlas si es posible, insultarlas, parte del público emitiendo gritos y onomatopeyas que convierten, por contraste, los mugidos de los animales en música celestial. Es algo así como “vaca”, “arggg”, vaaaaaca”, “ieh, ieh”. Tras una hora o más, se le devuelve al animal a su lujoso cajón de acero para ser empleado con tan nobles fines, al día siguiente en la plaza, o en su defecto en los encierros de alguna otra noble villa castellana.
El segundo tercio se celebra el domingo, el lunes y el martes, en la plaza portátil del pueblo. Más o menos se repite la ceremonia del primer día, con una única variación: un supuesto torero o en su caso aprendiz, torea a un novillo y luego, la mayor parte de las veces, lo martiriza a espadazos, 20 se han llegado a contar, hasta que el animal, ya casi desollado y troceado y listo para ser asado en la romería del último día, muere y cae derrotado. Justo es reconocer que también hay concurso de cortes y ahí sí, los participantes, profesionales de ello, se enfrentan inermes al animal y lo esquivan y engañan sin causarle daño alguno.
El tercer y último tercio es el encierro por el campo, de fácil narración: coches, tractores, caballos, etc., persiguen a un novillo campo a través hasta que no puede más y, exhausto, revienta. Un año hubieron de amputarle la oreja al animal para que sangrara y poderlo llevar de vuelta a los toriles del pueblo. Una vez allí lo dejaron tirado durante dos días, agonizando, reventado por dentro, sin oreja, sangrando sin parar por los hocicos, mientras las autoridades de la celebrada villa se felicitaban en la traca final por el éxito de las fiestas. Hube de verlo allí, tirado, indefenso, esperando una muerte que no llegaba nunca. Era yo muy joven, aún me arrepiento hoy de no haber actuado, de no haber denunciado.
Así es el espectáculo en los pueblos de esta zona de Castilla, en otros sitios se les prende fuego en los cuernos, se les tira al mar, se les atan sogas, lo mismo da, el caso es que la sangre y la humillación y la tortura estén presentes. Ahora que el calendario de nuevo nos trae las fiestas populares del verano, miles de animales se preparan para el sacrificio y lo más bajo y siniestro de nuestro espíritu nacional vuelve a hacer acto de presencia. De nuevo nuestra dimensión humana vuelve a ser puesta en tela de juicio.

1 comentario:

Luis Quiñones Cervantes dijo...

Bien conocida es mi poca afición al mundo de las corridas de toros, pero ni siquiera creo que tenga esto que ver con las corridas en las plazas de toros, sino más bien con una subcultura del placer por la violencia, por la vejación y por el maltrato. Vivimos tiempos paradójicos: amamos más a nuestros perros que a nuestros abuelos (bien nos los recuerdan en campañas para que no los dejemos en la cuneta durante los veranos, aunque sí abandonemos al abuelo...), y por otro lado somos capaces de torturar literalmente a los toros, a las vaquillas e incluso a las cabras en festejos bárbaros que nos hacen volver a los tiempos más caballunos de nuestra evolución.

Yo no entiendo nada: se censuran las tetas de una exultante muchacha en televisión, pero se invita a participar a los niños en los desuellos de cabestros: ritual sanguinario en el que, dicen, se transmiten de generación en generación ciertas tradiciones, que como las enfermedades inevitablemente deben de dejar secuelas.

No entiendo absolutamente nada: ama al prójimo, pero maltrata a su animal de compañía, o a su toro bien subvencionado con los impuestos de todos. Jamás he comprendido un gasto tan aberrante de dinero. Comprar la diversión de asesinar. Dicen, luego, estos mismos, que el boxeo es un deporte trágico y homicida y que no se puede emitir por televisión, cuando los combatientes tiene ambos la misma inteligencia (?) y la misma sensibilidad (?). No sé por qué se les permite a los toros y a los humanos compartir espacios comunes, mientras los simios reivindican sus derechos humanizantes. Apuesto que la nobleza que dicen tener los morlacos es justo la que no tienen sus verdugos. Enhorabuena por ese artículo que suscribo, amigo, al cien por cien.