Hay una legión de ineficaces que llenan todos los ámbitos de la vida, que no solo provocan con su ineptitud y torpeza colapsos y funcionamientos deficientes, problemas y trabas -casi siempre donde no las había- sino que además se van jactando de su buen hacer, de su eficacia y de su valía. Es curioso, abundan y crecen sin medida estas personas porque unas a otras se van alimentando y así procrean y se multiplican con sus mutuos apoyos y su solidaridad. A veces pienso que son bien conscientes de su inutilidad y es por eso que se adulan unos a otros y se montan su sistema de compadreo, ayuda, protección y defensa a ultranza ante cualquier voz crítica que ose interponerse en su camino. Incluso organizan la inoperancia y malas artes en documentos, proyectos, conferencias, clases, cursos... que nos imponen y hacen perder el tiempo; así de claro y tajante soy, pérdida de tiempo es todo lo que montan e inventan. Estos son los que siguen los consejos de Gracián: "Aúgmentase la simulación al ver alcanzado su artificio, y pretende engañar con la misma verdad: muda de juego por mudar de treta, ya hace artificio del no artificio, fundando su astucia en la mayor candidez."
Por contra, hay un ejército refugiado en las trincheras de inmensa valía, que indaga, profundiza y busca llegar al fondo de los asuntos, que resuelve y aclara aquello que entre su mano cae. Pero, curioso asunto este, viven enclaustrados, cercados por la inoperancia de tantos que les recriminan su seriedad, exigencia y rigor. Son personas que observo todos los días, que no regalan falsas sonrisas, que no engañan y lo que está mal lo sancionan como tal, sin pintar bellos paraísos que no existen. No los pintan porque no tienen intereses particulares, no necesitan de ese "locus amoenus" inventado, bregados como están en los campos de barro y lluvia, donde podrían sobrevivir por sus inmensas e inacabables virtudes. Los otros, querido Grice, al primer paso quedarían atrapados en el fango, sin recursos, poco acostumbrados a salir de las dificultades con mano firme e inteligencia.
Los rosales son fáciles de regar, pero pinchan en el tallo, no se olvide.
Y yo me pregunto, estimado amigo, ¿qué ocurre para que esas personas virtuosas vuelvan llenas de zozobra y amargura a casa los viernes, mientras los otros sonríen, ajenos al destrozo que van perpetrando cada día, encantados de haber sostenido una semana más sus castillos de arena? Y una semana más se saben vencedores, otra vez han acusado, han reprendido, han ninguneado y mirado con desprecio a los que se han hecho preguntas; una semana más se han colgado sus medallas; una semana más nos han complicando la existencia con su gran incompetencia.
Hoy, querido Grice, este escrito lleva dedicatoria: a mis compañeros de departamento.
viernes, 29 de febrero de 2008
miércoles, 27 de febrero de 2008
Vuelva usted mañana.
Verdaderamente esta semana me he acordado de nuestro Larra. Apenas he tenido que reunir tres requisitos, hacer un pago en el banco y fotocopiar ocho documentos para recordar aquel magnífico artículo titulado "Vuelva usted mañana" que escribió nuestro "Corzo herido de muerte". Aquel personaje desesperado ante la fría burocracia y la pereza de los que debían atenderle y resolver sus problemas, que siempre se topaba con las ventanillas o los despachos recién cerrados, ha quedado grabado en mi memoria y aunque ya hace algún tiempo que lo leí por última vez y lo tengo algo olvidado (qué frustrante es olvidar, no poderlo recordar todo sin lagunas, sin borrones) me siento identificado con aquel pobre extranjero que quería y no podía, que acabó enredado en la trampa que nos tienden poderosas fuerzas invisibles. Es como si quisieran acabar con nosotros poco a poco, en una labor de desgaste que no nos ofrece tregua.
Hoy hay nuevas trabas en el camino: la impresora no imprime; el programa desde el que debes descargar tu solicitud está "temporalmente en obras" o algo así (deleznable e irritante la jerga informártica) y es la única manera de obtener la dichosa solicitud; las oficinas cada día cierran antes -cualquiera que tenga un horario normal de trabajo no podrá nunca hacer uso de ellas- empezando por los bancos, entidades solo disponibles para quienes trabajen por la tarde, minoría sin duda... o para los parados y jubilados, que son quienes, para su desgracia, menos uso pueden hacer de tan serviciales organismos. Y siempre ese lenguaje ambigüo, laberíntico, confuso, que te hace repetir una y otra vez instancias, formularios, viajes en autobús o en metro a tal o cual edificio, siempre oculto entre los árboles o perdido en medio de la nada.
Todo conduce a la crisis nerviosa, a arrastrar la lengua, a discutir con tus jefes por dos horas de asuntos propios, a malas contestaciones de los empleados de los diferentes organismos (la sensibilidad en su entrepierna siempre), a valeriana en cápsulas para poder dormir, y, en fin, a que los que te quieren y respetan y nada han hecho tengan que aguantar tu mala cara y peor humor cuando, derrotado, llegues a casa con la última luz de la tarde.
Leech.
Hoy hay nuevas trabas en el camino: la impresora no imprime; el programa desde el que debes descargar tu solicitud está "temporalmente en obras" o algo así (deleznable e irritante la jerga informártica) y es la única manera de obtener la dichosa solicitud; las oficinas cada día cierran antes -cualquiera que tenga un horario normal de trabajo no podrá nunca hacer uso de ellas- empezando por los bancos, entidades solo disponibles para quienes trabajen por la tarde, minoría sin duda... o para los parados y jubilados, que son quienes, para su desgracia, menos uso pueden hacer de tan serviciales organismos. Y siempre ese lenguaje ambigüo, laberíntico, confuso, que te hace repetir una y otra vez instancias, formularios, viajes en autobús o en metro a tal o cual edificio, siempre oculto entre los árboles o perdido en medio de la nada.
Todo conduce a la crisis nerviosa, a arrastrar la lengua, a discutir con tus jefes por dos horas de asuntos propios, a malas contestaciones de los empleados de los diferentes organismos (la sensibilidad en su entrepierna siempre), a valeriana en cápsulas para poder dormir, y, en fin, a que los que te quieren y respetan y nada han hecho tengan que aguantar tu mala cara y peor humor cuando, derrotado, llegues a casa con la última luz de la tarde.
Leech.
domingo, 17 de febrero de 2008
Súbditos contentos
El otro día, querido Grice, en una conversación de sobremesa, escuchando a una compañera, caí en la cuenta de que estamos totalmente derrotados, de que hemos pasado de ser ciudadanos libres a ser súbditos. Sostenía esta compañera que le parecía bien tener que pagar por aparcar, que era normal y necesario para castigarnos el vicio de usar el coche. No sé si tenía razón (parte al menos) o no, pero mi pensamiento voló mucho más lejos, no se detuvo en la anécdota. Lo que me desazonó terriblemente fue su aceptación, tan sumisa y carente de protesta, de enfado, de indignación. Es como si nos hubieran vacunado y ahora acatásemos las cosas más abusivas como normales y lógicas, como si los políticos hubiesen planificado una campaña secreta y les hubiese salido perfecta. De tal manera que vemos como normal que haya que pagar por un acto tan simple como dejar nuestro coche en la calle, culpa nuestra por no usar un transporte público que, recordémoslo, también pagamos, cada año más caro, por cierto.
Pero no sólo eso, hoy aceptamos casi cualquier abuso sin ningún asomo de crítica. Un policía se puede sobrepasar, porque es necesario para mantener el orden; un conductor de autobús decidirá si para o no en la parada donde le espero; un guardia de seguridad me zarandeará sin problemas; un empleado puede ser grosero y antipático, incluso negarse a atenderme, cuando soy yo el que le paga; un taxista puede decidir si me lleva o no al aereopuerto; el portero de un bar puede impedirme el paso porque no le gustan mis zapatillas; un guardia puede exigirme lo que se le antoje sin ninguna impunidad; un miembro de selección de personal de una empresa me hará preguntas personales, querrá saber mi tendencia sexual, estado civil, aficiones, etc., y yo aceptaré responderle, encantado de la oportunidad que me brinda de trabajar en su empresa; alguien decidirá que debo quedarme a trabajar unas horas más, sin cobrarlas, pero bueno, es así en todos los sitios, no hay motivo para quejarse, peor podría estar...; el alcalde de mi ciudad decidirá construir un túnel muy grande que pase por debajo de la casa que me he comprado y tendré que soportar cuatro años de ruidos, polvo, humo... pero es normal, para poder usar el coche en buenas condiciones y rodar tranquilo, claro que por rodar también pagaré, como por aparcar... Son miles los ejemplos, querido Grice, seguro que se te ocurren miles. Pero ¿sucede algo? ¿La gente estalla y se rebela? ¿Decide protestar, asociarse y unirse ante la infamia, el abuso, el choteo? No. Aceptamos cuanto nos viene como un peaje diario y eterno que tenemos que pagar para poder sobrevivir. Lo que no sabemos es que con cada nuevo inclinarse de hinojos damos fuerza y brío a los que se benefician de todo ello y menoscabamos un poco más nuestra condición de ciudadanos libres.
Un día vino a mi trabajo una emisaria de las jerarquías municipales que desgobiernan este trocito de tierra en el que nos permiten vivir. La emisaria tenía el encargo de hablar a un grupo de adolescentes (algún día te hablaré de los adolescentes, Grice, no te impacientes) sobre la contaminación acústica. Al final de la exposición la emisaria llegó a la conclusión de que el impuesto por aparcar en las calles tiene el noble objetivo de proteger nuestros oídos del ruido de los motores. Si se cobra, la gente deja de conducir y los peatones no sufren la contaminación acústica. "¿Estáis de acuerdo?", preguntó la emisaria. "Sí", respondieron los infelices reos (ya te hablaré, ya) en una afirmación conjunta que refleja la modorra en la que hemos entrado desde hace tiempo.
Leech.
Pero no sólo eso, hoy aceptamos casi cualquier abuso sin ningún asomo de crítica. Un policía se puede sobrepasar, porque es necesario para mantener el orden; un conductor de autobús decidirá si para o no en la parada donde le espero; un guardia de seguridad me zarandeará sin problemas; un empleado puede ser grosero y antipático, incluso negarse a atenderme, cuando soy yo el que le paga; un taxista puede decidir si me lleva o no al aereopuerto; el portero de un bar puede impedirme el paso porque no le gustan mis zapatillas; un guardia puede exigirme lo que se le antoje sin ninguna impunidad; un miembro de selección de personal de una empresa me hará preguntas personales, querrá saber mi tendencia sexual, estado civil, aficiones, etc., y yo aceptaré responderle, encantado de la oportunidad que me brinda de trabajar en su empresa; alguien decidirá que debo quedarme a trabajar unas horas más, sin cobrarlas, pero bueno, es así en todos los sitios, no hay motivo para quejarse, peor podría estar...; el alcalde de mi ciudad decidirá construir un túnel muy grande que pase por debajo de la casa que me he comprado y tendré que soportar cuatro años de ruidos, polvo, humo... pero es normal, para poder usar el coche en buenas condiciones y rodar tranquilo, claro que por rodar también pagaré, como por aparcar... Son miles los ejemplos, querido Grice, seguro que se te ocurren miles. Pero ¿sucede algo? ¿La gente estalla y se rebela? ¿Decide protestar, asociarse y unirse ante la infamia, el abuso, el choteo? No. Aceptamos cuanto nos viene como un peaje diario y eterno que tenemos que pagar para poder sobrevivir. Lo que no sabemos es que con cada nuevo inclinarse de hinojos damos fuerza y brío a los que se benefician de todo ello y menoscabamos un poco más nuestra condición de ciudadanos libres.
Un día vino a mi trabajo una emisaria de las jerarquías municipales que desgobiernan este trocito de tierra en el que nos permiten vivir. La emisaria tenía el encargo de hablar a un grupo de adolescentes (algún día te hablaré de los adolescentes, Grice, no te impacientes) sobre la contaminación acústica. Al final de la exposición la emisaria llegó a la conclusión de que el impuesto por aparcar en las calles tiene el noble objetivo de proteger nuestros oídos del ruido de los motores. Si se cobra, la gente deja de conducir y los peatones no sufren la contaminación acústica. "¿Estáis de acuerdo?", preguntó la emisaria. "Sí", respondieron los infelices reos (ya te hablaré, ya) en una afirmación conjunta que refleja la modorra en la que hemos entrado desde hace tiempo.
Leech.
domingo, 10 de febrero de 2008
Los grajos.
Como un aldabonazo en las paredes de mi cerebro, resuena la palabra Obispo en mi cabeza y me causa agudas jaquecas.Querido Grice, no hice sino leer la maldita palabra en tu última disertación y ya comencé a sentir los síntomas de una misteriosa enfermedad que me invade y provoca crisis de nervios y agudos calambres por todo el cuerpo. No cabe la menor duda: los obispos son como una enfermedad.
Cuentan mi madre y mis tías que mi abuelo, cada vez que veía al cura y al sacristán del pueblo, decía: " Ahí van los grajos". Y ahora que lo pienso, qué atinada la expresión, qué precisa y qué certera, pues el grajo es un ave fea con su negro plumaje y su canto agorero tocando a difuntos en las noches heladas de los pueblos de nuestros abuelos y también de nuestros padres, pero además la propia palabra tiene una fonética escalofriante, que encoge, chirría y da dentera. Todo esto le ocurría y se le pasaba por la cabeza a mi abuelo cuando veía a esos hipócritas que vivían de contar milongas y cuentos de miedo a los habitantes del pueblo, iletrados y supersticiosos la mayoría. Su prédica asustaba, su palabra tenía el valor del dogma y de las evidencias que no necesitaban ser demostradas. Pero ahí estaban los tipos como mi abuelo para mantener la lucidez necesaria que aclarase y no confundiese y para transmitírsela a mi madre y a mis tías, y ellas a mí.
Aquellos grajos de mi abuelo ahora los veo yo en la televisión, pero son grajos con corona, anillos y cetros. Antes, los grajos de sotana pervertían desde el confesionario, influyendo en la moral de nuestras abuelas y de los que son nuestros padres y olían a una mezcla de alcanfor y cloaca (mi madre así me lo asegura).
Ahora, los grajos enjoyados dan la sensación de oler a colonia cara, usan gafas de sol, congregan a las masas y las exhortan con soflamas incendiarias desde hondas radiofónicas, micrófonos, cámaras de televisión y catedrales monstruosas. Y así van manipulando.
Que su graznido no nos confunda y haga escuchar dulces trinos, amigo Grice. Que la lucidez de mi abuelo permanezca como un legado de los que perdieron la guerra, pero no la cabeza. Sólo eso pido. Sólo en eso confío.
Leech.
Cuentan mi madre y mis tías que mi abuelo, cada vez que veía al cura y al sacristán del pueblo, decía: " Ahí van los grajos". Y ahora que lo pienso, qué atinada la expresión, qué precisa y qué certera, pues el grajo es un ave fea con su negro plumaje y su canto agorero tocando a difuntos en las noches heladas de los pueblos de nuestros abuelos y también de nuestros padres, pero además la propia palabra tiene una fonética escalofriante, que encoge, chirría y da dentera. Todo esto le ocurría y se le pasaba por la cabeza a mi abuelo cuando veía a esos hipócritas que vivían de contar milongas y cuentos de miedo a los habitantes del pueblo, iletrados y supersticiosos la mayoría. Su prédica asustaba, su palabra tenía el valor del dogma y de las evidencias que no necesitaban ser demostradas. Pero ahí estaban los tipos como mi abuelo para mantener la lucidez necesaria que aclarase y no confundiese y para transmitírsela a mi madre y a mis tías, y ellas a mí.
Aquellos grajos de mi abuelo ahora los veo yo en la televisión, pero son grajos con corona, anillos y cetros. Antes, los grajos de sotana pervertían desde el confesionario, influyendo en la moral de nuestras abuelas y de los que son nuestros padres y olían a una mezcla de alcanfor y cloaca (mi madre así me lo asegura).
Ahora, los grajos enjoyados dan la sensación de oler a colonia cara, usan gafas de sol, congregan a las masas y las exhortan con soflamas incendiarias desde hondas radiofónicas, micrófonos, cámaras de televisión y catedrales monstruosas. Y así van manipulando.
Que su graznido no nos confunda y haga escuchar dulces trinos, amigo Grice. Que la lucidez de mi abuelo permanezca como un legado de los que perdieron la guerra, pero no la cabeza. Sólo eso pido. Sólo en eso confío.
Leech.
viernes, 8 de febrero de 2008
Más Allá del Bien y del Mal
Querido Leech, ayer me preocupaste cuando te decías abandonado a tu suerte, robada tu ilusión por los que nunca tuvieron nada semejante. No fue fácil discernir entre semilla y broza para así llegar a la conclusión de que el mundo hoy te había jugado una mala pasada dialéctica, metafórica, no como aquella vez en que las llamadas a tu costa llegaron a Camerún, Madagascar y Burkina Faso. Eso por lo menos tuvo algo de poético (sobre todo para los que fuimos meros espectadores con la sonrisa puesta de soslayo).
Me gustaría hacer una breve reflexión circunvalando el mismo tema que abordamos en cada uno de nuestros comentarios: el sentido de la vida.
Esta vez acerca del Bien y del Mal. La batalla de la que se han alimentado los contadores de historias de todos los tiempos, desde los griegos (aunque su ética y la nuestra distan mucho) hasta las creaciones de Hollywood de toda la vida. Es, por lo tanto, un tema inherente al ser humano. ¿Hasta dónde vamos a llegar con el bien? ¿podremos conseguir lo que deseemos sólo con el bien? En este punto liamos toda la cultura occidental en una madeja, religión incluida (pues no sólo se aprovecha de la moral y la ética de nuestros ancestros, sino que las tergiversa a su antojo), y la tiramos por el váter.
Lo cierto es que a lo largo de la historia se han repetido episodios curiosos de luchas entre el bien y el mal que hoy vemos como enfrentamientos antagónicos. Obviamente, es muy recurrido pensar en la guerra civil española, con la Fuerza de la Oscuridad, el Imperio de las Tinieblas con los cinco jinetes del apocalipsis cabalgando a la cabeza (el Anticristo, la Guerra, la Enfermedad, la Pobreza y Franco), que derrocarían a la República, con lo que eso iba a conllevar: tiranía, imposición, represión de igual a igual... ¿en qué cabeza cabe? ¿cómo nadie hizo nada por evitarlo? ¿y cómo hoy no se hace nada por evitar episodios similares en otros puntos del globo?
Otro ejemplo sería el surgimiento de los fascismos, por xenófobos y racistas principalmente, pues van contra la razón y la ética. Sería la imposición de un nuevo modo de vida. No la supremacía del virtuoso, sino la del fuerte o, mejor dicho, la del MALO. Supremacía del hombre al que no le tiembla el pulso al apretar el gatillo contra su hermano. No todo el mundo puede hacer tal cosa. La mayoría somos seres compasivos, como decía Pío Baroja, nuestro mejor autor de narrativa moderna, y por ello estamos destinados a sufrir la tiranía de los que no conocen tal sentimiento y disponen a su gusto de las cosas que les rodean, sin pensar en daños colaterales.
Más ejemplos de nuestra historia se me vienen a la cabeza, como el de los Comuneros, que se levantaron para defender lo que creían justo. Hoy pensamos que defendían sus valores, familias, trabajos, tierras, etc. aunque también es cierto que Garcilaso sirvió en el ejército Imperial y eso, por lo menos para mí, es indicio de que en aquel bando no carecían en absoluto de virtudes... Relativo es todo, amigo Leech, y ¡tan relativo! Por ejemplo, cómo juzgar desde nuestra perspectiva moderna, occidental, hispánica, castellana... los hechos del descubrimiento de América. ¿Acaso los malos eran ellos? Descartando esta posibilidad (pues por muchos sacrificios al sol que hicieran, en este tema sí que la ética occidental no pinta nada), únicamente nos queda la excusa de revestir la ambición por tiranizar un continente como afán por conocer, ignorancia sobre las gentes que se iba a encontrar, el indudable hecho de que las costumbres pertenecen a otros tiempos... En definitiva, nos volvemos a encontrar con lo relativo de los hechos, y esto es algo que deberíamos evitar si queremos llegar a algún punto de claridad sobre el tema elegido hoy.
El bien siempre será el bien, y el mal será la carencia de éste. Creo que la enfermedad mental llega a producir una negación de los hechos, al igual que la incultura. Es más fácil ser malo que bueno, de eso no hay duda. Es más fácil vivir sin normas que atenerse a ellas. Más fácil matar y robar (sin cargo de conciencia) que trabajar para conseguir una centésima parte en el mismo tiempo.
Por lo tanto, los que hemos nacido compasivos debemos ser conocedores de nuestras debilidades y no caer en el error de vernos inferiores o creer que nunca venceremos a un tramposo en una carrera. Debemos afrontarlo de otra manera, ir por la línea recta y que no nos tiemble la mano a la hora de hacer callar de una sonora bofetada al que se lo merezca. Me llamarás loco pero, conociendo las consecuencias y presentando el ejemplo como lo fue el precedente, si nos volvieran a llamar a las armas, yo no dudaría en ser el primero en disparar; y dispararía al Obispo, a cualquiera de los Zaplanas que trístemente campan por las ondas de la actualidad, al que siempre cree tener la razón, al que hiere con la palabra y con la fuerza, a los que miran por encima del hombro porque llevan un coche caro y ropa de marca, al que hace trampas y se cuela en la sala de espera de un hospital, al que juega con el futuro de la gente por pereza, hastío vital o desinterés, al que rompe los diálogos porque cree tener la razón, al que prejuzga, y sobre todo al que vuelve la cara para no ver esto.
¡Compañeros compasivos del mundo, unámonos o estaremos perdidos!
¡Viva la República! ¡Justicia o muerte!
jueves, 7 de febrero de 2008
Míos enemigos malos.
Querido y estimado Grice:
Permíteme que por una vez este espacio de palabras que vamos construyendo me sirva de terapia y desahogo.
Lo cierto es que uno cree que está haciendo lo que debe, sin causar daño ni perjuicios a nadie, pero de pronto se ve asaltado por la infamia de los mestureros que a sus espaldas, inesperadamente, tramaban la infamia, la calumnia.
Es terrible verse asaltado por tan venenosas criaturas sin haberlo merecido o provocado. Uno se levanta, se asea, hace el recorrido para ir al trabajo con ilusión y energía y se encuentra que las hienas lo están esperando para morderlo y hacer de su sangre un tranpolín hacia la tribuna de los poderosos. Entonces todo: ilusión, energías, propósitos, se derrumba, se viene abajo, sobre todo porque no te lo esperabas, nada habías hecho, no estabas en guardia, presta la espada para el combate. Crees estar en paz con el mundo pero el mundo te mira con recelo, eres el elegido para el sacrificio mañanero. Tú, que huyes del poder, de las alturas, que crees que el mundo se construye trabajando la tierra humildemente.
Y así, amigo Grice, toda esta panda de alimañas nos van quitando la ilusión y con su labor de desgaste empobrecen el mundo. Mañana amanecerá otra vez y es posible que de nuevo me despierte con ganas de hacer las cosas todo lo bien que pueda, hasta donde alcancen mis habilidades y pericia. Pero hoy me han derrotado, Grice, hoy me han derrotado. Gracias a la suerte, hay gente que me rodea (ya te lo conté al principio) que alegra mi existencia, la hace mejor y más plena, y hoy han sacado sus armas para defender mi honor mancillado por estos trepas (al fin la palabra: trepas) y relucían con el primer sol de la mañana. Era un espectáculo hermoso, te hubiera encantado.
Permíteme que por una vez este espacio de palabras que vamos construyendo me sirva de terapia y desahogo.
Lo cierto es que uno cree que está haciendo lo que debe, sin causar daño ni perjuicios a nadie, pero de pronto se ve asaltado por la infamia de los mestureros que a sus espaldas, inesperadamente, tramaban la infamia, la calumnia.
Es terrible verse asaltado por tan venenosas criaturas sin haberlo merecido o provocado. Uno se levanta, se asea, hace el recorrido para ir al trabajo con ilusión y energía y se encuentra que las hienas lo están esperando para morderlo y hacer de su sangre un tranpolín hacia la tribuna de los poderosos. Entonces todo: ilusión, energías, propósitos, se derrumba, se viene abajo, sobre todo porque no te lo esperabas, nada habías hecho, no estabas en guardia, presta la espada para el combate. Crees estar en paz con el mundo pero el mundo te mira con recelo, eres el elegido para el sacrificio mañanero. Tú, que huyes del poder, de las alturas, que crees que el mundo se construye trabajando la tierra humildemente.
Y así, amigo Grice, toda esta panda de alimañas nos van quitando la ilusión y con su labor de desgaste empobrecen el mundo. Mañana amanecerá otra vez y es posible que de nuevo me despierte con ganas de hacer las cosas todo lo bien que pueda, hasta donde alcancen mis habilidades y pericia. Pero hoy me han derrotado, Grice, hoy me han derrotado. Gracias a la suerte, hay gente que me rodea (ya te lo conté al principio) que alegra mi existencia, la hace mejor y más plena, y hoy han sacado sus armas para defender mi honor mancillado por estos trepas (al fin la palabra: trepas) y relucían con el primer sol de la mañana. Era un espectáculo hermoso, te hubiera encantado.
martes, 5 de febrero de 2008
El miedo.
El miedo, sentimiento aterrador, visitante inesperado, que siempre en los peores momentos aparece. El miedo se da, se inspira, se siente, se coge, se tiene, propaga, cunde... La imagen de la muerte vestida de negro y con su guadaña más que muerte representa miedo, temor, terror. El miedo, además, es inmutable a través de los tiempos: cambian los motivos y lo que antes provocaba espanto hoy parece inofensivo, inocuo; como de igual manera lo que antes se afrontaba con aplomo y sin temor hoy nos espanta y hiela la sangre. Cambian los motivos, pero permanece el miedo. No obstante, querido Grice, de un tiempo a esta parte tengo la impresión de que cada vez somos más frágiles, más asustadizos, menos dados a la valentía. Ya no nos enfrentamos a nuestros temores como los que nos han prcedido, no soportamos el sufrimiento que supone vencer aquello que nos priva del aliento. El hombre contemporáneo es una ruina.
Retomemos, por ejemplo, esa espléndida alegoría que en tu anterior respuesta tan sabiamente creaste, para darle un nuevo brillo, otra interpretación a la que tú le dabas. La imagen del guerrero que atraviesa sus propias filas desencajado por el desconcierto y el pavor, es la perfecta imagen del hombre contemporáneo, que luego se sienta a un lado del camino, muerto de miedo, incapaz de hacerse cargo de su propia vida, de tomar las riendas y ser dueño de su tiempo. Somos unos cobardes que deviamos la mirada ante las dificultades. El miedo no nos deja respirar y nuestra respuesta es la abulia, la pasividad, el disimulo, ese sentarse a esperar sin convencimiento. Ni siquiera somos capaces de arrastrar nuestra armadura, la abandonamos en mitad del campo de batalla porque pesa y supone esfuerzo cargar con ella. Hoy, en este siglo que nos ve pasar, ante cualquier circunstancia que nos sitúe ante el enemigo, sea éste del tipo que sea, cualquier situación que exija esfuerzo, sacrificio, constancia, grandeza, valor... nosotros, los hombres que creemos ser, nos damos la vuelta, huimos, atravesamos nuestras propias filas, capaces de aguantar el insulto y la deshonra, si al final encontramos nuestras queridas comodidades.
Somos, amigo Leech, unos cobardes auténticos, porque cobarde es el que abandona su grandeza humana y no se enfrenta a su propio destino.
Imagina ahora, Leech, a un hombre recio, entero, amortajando a su hijo recién fallecido, conteniendo el manantial de lágrimas que quiere brotar de sus ojos, apretando las mandíbulas hasta morderse por dentro, estoico, resignado, afrontando su suerte de pie, con su armadura bien puesta, ahogando un aullido bestial, escuchando cómo el miedo le amenaza y le propone un pacto de paz, un rodeo, desfallecerse en los brazos de alguien querido y dejar que sean los demás quienes se encarguen de la mortaja. Pero él resiste, es un hombre del pasado, no es de este tiempo, no es de hoy.
Imagina también, querido Grice, para terminar con la imagen del guerrero, a nuestro gran poeta, hábil con la espada y también con la pluma, príncipe de los poetas, abrir paso en la escala que trepa los muros que conducen a la gloria en Le Muy. Va subiendo él, maestre de campo, en primer lugar, para que sus hombres le secunden con su mismo coraje. Imagina su herida manando sangre y a su amigo Francisco de Borja contemplando su serena despedida, con el mismo valor con el que amó, escribió y luchó. De nuevo Garcilaso, Grice, de nuevo. Nunca están de más unos versos para terminar... y para vencer al miedo.
Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
que buen caballero era.
Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero;
que buen caballero era.
¡Qué dulce oírle, guerrero,
al borde de su estribera!
En la mano, mi sombrero;
que buen caballero era.
Rafael Alberti.
Retomemos, por ejemplo, esa espléndida alegoría que en tu anterior respuesta tan sabiamente creaste, para darle un nuevo brillo, otra interpretación a la que tú le dabas. La imagen del guerrero que atraviesa sus propias filas desencajado por el desconcierto y el pavor, es la perfecta imagen del hombre contemporáneo, que luego se sienta a un lado del camino, muerto de miedo, incapaz de hacerse cargo de su propia vida, de tomar las riendas y ser dueño de su tiempo. Somos unos cobardes que deviamos la mirada ante las dificultades. El miedo no nos deja respirar y nuestra respuesta es la abulia, la pasividad, el disimulo, ese sentarse a esperar sin convencimiento. Ni siquiera somos capaces de arrastrar nuestra armadura, la abandonamos en mitad del campo de batalla porque pesa y supone esfuerzo cargar con ella. Hoy, en este siglo que nos ve pasar, ante cualquier circunstancia que nos sitúe ante el enemigo, sea éste del tipo que sea, cualquier situación que exija esfuerzo, sacrificio, constancia, grandeza, valor... nosotros, los hombres que creemos ser, nos damos la vuelta, huimos, atravesamos nuestras propias filas, capaces de aguantar el insulto y la deshonra, si al final encontramos nuestras queridas comodidades.
Somos, amigo Leech, unos cobardes auténticos, porque cobarde es el que abandona su grandeza humana y no se enfrenta a su propio destino.
Imagina ahora, Leech, a un hombre recio, entero, amortajando a su hijo recién fallecido, conteniendo el manantial de lágrimas que quiere brotar de sus ojos, apretando las mandíbulas hasta morderse por dentro, estoico, resignado, afrontando su suerte de pie, con su armadura bien puesta, ahogando un aullido bestial, escuchando cómo el miedo le amenaza y le propone un pacto de paz, un rodeo, desfallecerse en los brazos de alguien querido y dejar que sean los demás quienes se encarguen de la mortaja. Pero él resiste, es un hombre del pasado, no es de este tiempo, no es de hoy.
Imagina también, querido Grice, para terminar con la imagen del guerrero, a nuestro gran poeta, hábil con la espada y también con la pluma, príncipe de los poetas, abrir paso en la escala que trepa los muros que conducen a la gloria en Le Muy. Va subiendo él, maestre de campo, en primer lugar, para que sus hombres le secunden con su mismo coraje. Imagina su herida manando sangre y a su amigo Francisco de Borja contemplando su serena despedida, con el mismo valor con el que amó, escribió y luchó. De nuevo Garcilaso, Grice, de nuevo. Nunca están de más unos versos para terminar... y para vencer al miedo.
Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
que buen caballero era.
Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero;
que buen caballero era.
¡Qué dulce oírle, guerrero,
al borde de su estribera!
En la mano, mi sombrero;
que buen caballero era.
Rafael Alberti.
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