Nos hemos acercado a la tierra otra vez para constatar cómo nos hemos ido alejando de ella irremisiblemente, sin marcha atrás, a no ser un fin de semana en que se unen unas pocas voluntades para salir de la vorágine gris de cemento y luz eléctrica en busca de la tierra auténtica, aquella tierra pura que aún sobrevive en pequeños parajes como este. Esa es la tierra por la que deberíamos luchar y levantar proclamas. Nunca sentí orgullo de pertenecer a ningún territorio, pero sí siento en ocasiones la nostalgia inmensa de parajes como el de la foto donde el hombre se acerca a sí mismo, vuelve a lo que fue su hogar verdadero y el silencio le deja escucharse, acariciar sus propios pensamientos, sentir que la tierra que lo vio nacer un día palpita y le llama y da la bienvenida en su retorno a la paz y al misterio.
Si ya no nos va quedando el agua porque la odiamos y nos ufanamos cuando en octubre el sol abrasa y nos deja ir a la playa -"la lluvia nos da un respiro para el puente" dice un necio periodista incapaz de prever las consecuencias que esos respiros cada vez más prolongados traerán sobre nuestras vidas-; y si el aire está corrompido y sucio, cada vez más denso y plomizo, portador del veneno que generamos para que sea a la vez nuestra vida y nuestra tumba, estúpidos seres que alimentamos a nuestro verdugo y le damos fuerza y presteza para el crimen; si el fuego, en fin, ya no nos calienta ni sirve de hogar para que charlemos tranquilamente con su complicidad y cobijo, pues ya solo lo usamos para quemar los bosques y abrir claros vacíos de vida y llenos de desconsuelo... si ya este estúpido homínido está consumando su obra destructura, ya solo nos queda entonces una porción de tierra en la que poder contemplar con lágrimas y vergüenza lo que pudo ser y no fue. Maldita esta especie incapaz de preservar todos los dones que un día le fueron concedidos.
Es el canto del pájaro, el relincho del potro libre en la inmensidad de los prados, el agua de los arroyos, el sol en la cumbre, las hayas misteriosas llenándose del otoño, los robles, las zarzas, las rocas, el cielo... es el sendero que nos conduce hacia nosotros mismos, hacia nuestro corazón, hecho de sangre y de tierra.