Ahora que se está celebrando -qué traviesas las palabras- la campaña política en Cataluña, me doy cuenta de que yo nunca he experimentado el amor a la tierra en que uno vive que sienten con intensidad la mayoría de los catalanes. Se sienten identificados con la porción de tierra en la que el puro azar los situó. Yo nunca me he sentido así, querido Leech.
Este verano, cómo no saberlo, la selección de fútbol de España ganó el Mundial. Nada. Ninguna emoción recorrió mi cuerpo, no se me vino el llanto, no sentí ese orgullo que dicen que te invade y recorre los secretos callejones del espíritu. Me gusta mucho el fútbol y soy del Real Madrid. Cuando me han preguntado el por qué, siempre he contestado lo mismo: mi padre siempre ha sido del Madrid. Así que puedo concluir que la patria verdadera en este caso es mi padre, su influencia sí ha sido decisiva y no la del nacimiento en este o en el otro lugar. Cuando veía a la gente narrar lo que sintió aquel día, con aquel gol, personas que detestan el fútbol, pero que se pintaron la bandera de España en la cara y gritaron su orgullo en los bares y en las calles, sentí que algo me estaba perdiendo. Ni el hecho de estar fuera, en Berlín, me hizo acercarme más a la dicha de ser español. No siento amor por España, nada me estremece su bandera, ni su himno, ni su equipo, ni sus tradiciones. Sí amo, sin embargo, su lengua, pero también por azar, hubiese amado el húngaro de haber nacido en hungría.
No acaba aquí la desdicha, pues tampoco me siento dichoso cuando viajo a la ciudad donde nací. Dice mucha gente que allí conozco que lo tienen todo, que es la ciudad ideal, que no la cambiarían por nada del mundo. ¡Qué envidia! Yo no puedo conformarme con ningún lugar porque ninguno amo ni siento mío. Sin embargo sí que amo a los amigos que allí me quedan. Lo mismo me ocurre con el pueblo de mis padres. Sus gentes se hinchan y emocionan rezando a su virgen, viviendo sus fiestas y entienden sus vidas en la ciudad como un doloroso exilio, pues les priva de ese Edén o Arcadia, donde todo lo que un hombre puede desear existe. Su nombre no me hace temblar, detesto sus nobles tradiciones taurinas y el alarde que sus gentes muestran de ciertas formas de brutalidad y grosería. Sin embargo atesoro hermosos recuerdos de mi infancia allí con mis primos y mi tío, de las salidas con ellos al campo a coger leña, bellotas, moras... Así que mi patria son también los amigos y los recuerdos de la infancia.
Me lo estoy perdiendo, Leech. La gente lo grita, lo defiende, lo exige, lo ama, es el sentimiento de pertenencia que conforma un "nosotros" único y distinto al "ellos", un "nosotros" bendecido con todas las virtudes y sin defecto posible. Ni español, ni catalán, ni castellano, ni vallisoletano, ni tiedrano, ni nada... algo me estoy perdiendo.
Grice.
viernes, 26 de noviembre de 2010
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