Querido y estimado Grice. Es el periplo un viaje que regresa, como casi todos los que hacemos, también el de la vida. Pero es también un recorrido espiritual en el que nos vamos auscultando emocionalmente para descubrir eso oculto que no se nos muestra ni hace visible en medio del ruido de nuestros monótonos días de trabajo y ocupaciones. Es necesario irse para desconectar de todo lo habitual y que así nuestra alma se nos manifieste. Por eso el regreso es tan duro, abres la puerta de tu casa y alguien te recuerda que hay que ingresar dinero en la cuenta para pagar el recibo de la luz o del agua, lo mismo da. E incluso en periplos complejos, con dificultades que surgen cada minuto y pocas, muy pocas horas de sueño, hasta entrar en ese estado de confusión y mareo en el que la realidad oscila y se muestra como algo inseguro e inexacto, incluso en esos periplos difíciles y esforzados el regreso tiene un poso denso de tristeza pura, porque pura es esa tristeza cuyas causas no sabes explicar.
Sin querer fue acercándose la hora de partir hacia Grecia, la vieja madre de todos nosotros. Fue sin querer, el vértigo y la velocidad del mes de marzo no me dejaron proyectar este viaje: la maleta antes de acostarse, la sensación de olvidarlo todo, la incertidumbre de conducir a 51 personas y organizarlas cuando nunca has logrado organizarte a ti mismo... Pero ya a los cinco minutos de haber montado en el autobús que nos llevaba al aereopuerto dejé de ser quien soy todos los días. Parece que hasta tu cara es distinta, como si los espejos de otros países te revelaran un rostro que no conocías, pero que tienes y solo espera a ser descubierto algún día. Y con el paso de las horas y de los días vas tejiendo redes nuevas, conversaciones distintas que se van reiterando hasta la costumbre, nombres y caras nuevas que estaban ahí a tu lado desde septiembre, pero que no habías sabido mirar hasta entonces: también en eso nos hace distintos el periplo, nos obliga a mirar a las personas que lo comparten con nosotros, a escucharlas, a tocarlas y sentirlas como son de verdad, con su cara amable, pero también con la terrible. Y al ritmo que los bancos se seguían fusionando y los gobiernos preparaban nuevas cumbres con las que engañarnos, nosotros íbamos recorriendo las tierras mágicas donde héroes y hombres ganaban coronas, guerras, amores, juicios, disputas, gloria y fama. Te olvidas de tu casa y de tu coche y de tus rutas y de todo. Solo tienes ojos para las puestas de sol, los valles, los mares, los ríos y los 51 chavales a los que custodias.
Son ruidosos, inestables, desordenados, pasotas, despistados y soberbios; pasan de la risa al llanto y de la fortaleza a la debilidad en apenas segundos; odian y aman sin lógica, se pierden y lo pierden todo, pero se acercan, te miran, preguntan, escuchan, ruegan... se va formando una cuerda invisible que te une a ellos, te acerca y te aleja, te aprieta y te afloja. Vas viendo sus movimientos, conociendo sus manías, sus inquietudes, sus deseos; vas asistiendo a sus incoherencias y sus errores y te recuerdan tanto a ti hace unos años que te emocionas viéndoles disfrutar y sufres viendo cómo te fallan y decepcionan, cómo traicionan tu confianza. Porque son lo que tú aún sientes que eres, te estás reconociendo en cada uno de sus movimientos y en cada una de sus emociones. Este periplo es distinto a otros porque ellos te acompañan y van haciendo de coro y es entonces cuando estás en el teatro de Epidauro sentado cuando descubres en el tono de sus voces cantando en el escenario el tono de la tuya propia, el tono que ya habías olvidado.
Pero no se completaría este recorrido espiritual sin esas dos presencias enigmáticas, como toda mujer lo es, que te han acompañado, o a las que has acompañado en el periplo. Discutir cada movimiento, acercar nuestros puntos de vista para acordar cada decisión, escucharlas hablar, reir, sufrir... Sentir el privilegio de ir acompañado por personas que mejoran cuanto tocan, hacen del mundo un lugar deseable. Son sirenas cuyos cantos merece la pena escuchar y dejarse llevar por ellos porque más que la ruina del hombre lo que provocan es su redención definitiva, su salvación.
Casi tan sin querer como empezó, terminó la aventura sobre el mirador de Marte viendo Atenas de noche y cenando en una terraza bajo la abrumadora presencia de la Acrópolis. Un perro de los que custodian la ciudad, verdadera reencarnación de aquellos hombres sabios que nos lo dieron todo, nos acompañó hasta la plaza de Monastiraki donde reunimos por última vez a un grupo de seres humanos que a partir de ahora ya nunca más serán anónimos y desconocidos: tendrán un nombre, una cara, un espacio en nuestra memoria. Y yo me he vuelto a mirar en el espejo de mi casa para descubrir con alivio y sorpresa que ya no reconozco al que se fue, que soy después de todo un hombre nuevo.
Dedicado a los 51 alumnos con los que he viajado, por todo lo que me han enseñado; y por supuesto a Irache y a Cristina, porque con su belleza y su inteligencia todo lo han hecho hermoso y sencillo.
Leech.
viernes, 3 de abril de 2009
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