jueves, 27 de noviembre de 2008

Cuentos.

Somos una maldita generación del papel higiénico de oro y brillantes. Hemos costado una fortuna a nuestros padres, hemos empleado tiempo sin fin a formarnos, a aprender idiomas, informática, a ir cincelando los currícula más brillantes de la historia de este maldito país. ¿Y todo para qué? Para que nos contraten seis meses de prácticas a cambio de tres miserables pesetas y de pronto nos despidan sin más, tan fácil como darnos un papel y decirnos: "no vuelvas mañana, he aquí tu liquidación, dame tu papel de oro y brillantes, tu máster y tus idiomas, tus cursos y tu carrera, para que yo, que ni el graduado hice y peso cien kilos y me huele mucho el aliento, me limpie el seboso trasero."

Y es que con esto de la crisis, querido Leech, estoy asistiendo a la caída sin paracaídas de alguno de mis allegados. No tienen mecanismos de freno porque les dijeron que con su amplia formación y su predisposición al trabajo no iban a tener ningún problema. Les fueron embaucando con cuentos, les vendieron el paraíso, les invitaron a un solomillo por navidad y a unas copas de ron en verano y con estos agasajos les fueron convenciendo y les fueron llevando al huerto. Pero mira por dónde llegó la crisis y al primer síntoma de debilidad les pusieron de patitas en la calle.

Seremos recordados como los payasos que vendieron su trabajo a cambio de nada. Ahora viene Bolonia para hacer oficial el gran timo. Y hoy es necesario quitarle el ropaje al lenguaje para llamar hijos de puta a todos estos empresarios que están ninguneando a jóvenes talentosos y valiosos. El problema mayor es que esta amplia y rica formación ha dejado de lado otras cosas no menos importantes, siendo la más importante de todas la formación de un espíritu crítico y exigente, capaz de ir reflexionando y cuestionando la realidad que nos rodea. Desde los ámbitos de poder e influencia se ha ido lanzando el mensaje de la competitividad y el consumo como nuevos dioses a los que dedicar todos nuestros empeños. Todo lo que se desvíe de estas líneas maestras y transite por los bordes de esta senda diseñada en las mejores escuelas del engaño y la falacia es una pérdida de tiempo. Dejamos de leer, de discutir, de creer, y entonces justificamos el trabajo gratis como algo necesario por lo que otros pasaron antes para estar donde están. Y entonces alargamos nuestra jornada laboral hasta la noche porque es el primer paso para poder ganar algún día las mismas fortunas que los que nos mandan. Y entonces el que se queja y desconfía se convierte en un charlatán y un iluso, un cantamañanas.

Lástima en lo que se están convirtiendo las vidas de parte de mis allegados, cómo los explotan y los queman. Pronto serán rescoldos, cubierto por la ceniza de la desilusión. No habrán necesitado trabajar media vida para llegar al desengaño. Lástima Leech, lástima, que "la cuna del hombre la mecen con cuentos".

sábado, 15 de noviembre de 2008

Pequeñas ensoñaciones.

¿Alguna vez has pensado, querido Leech, en cambiar el rumbo de las cosas? No me estoy refieriendo a cambiar el mundo, resolver los grandes conflictos, paliar el hambre...esos menesteres ya los va a encarar y a resolver Obama. Me refiero a cambiar el rumbo de los pequeños acontecimientos que jalonan tu diario existir. Vas en el metro a las 7 de la mañana, llega tu parada, has de bajarte para hacer el transbordo y seguir un día más tu particular descenso a los infiernos del trabajo -pan, sudor y frentes, maldito dios con minúscula- pero ese día vas a cambiar el rumbo, vas a romper tus invisibles, pero eficaces ataduras. Así que te quedas sentado donde estás, no cierras el libro y prosigues. LLegarás a Chamartín y te comprarás un billete a cualquier ciudad de Galicia o Asturias, una vez allí te bañarás en el Cantábrico, sintiendo cómo el agua te resbala por la cara y el sol dora tu palidez monacal. No es nada especial, bañarse en el mar se puede hacer cualquier fin de semana, solo son necesarios unos euros en el blsillo. Pero debías estar haciendo lo mismo de todos los días, la mecánica de horarios, saludos, cafés, conflictos... y no es así, has roto las ligaduras del deber y has dado rienda suelta al deseo, la libertad de sólamente guiarte por el gusto y el instinto. Que te despidan, que no te paguen, que te injurien, pero ese día hiciste lo que nadie pensó para ti, te saliste de la marea de zombis que recorren los túneles del metro a primera hora de la mañana, máquinas sin instinto, "mi gato tiene más voluntad" dice un insigne compañero de batallas.

Otro insigne compañero me ha llevado a este comentario de hoy, a estas tristes reflexiones. Decía este compañero que un día se pasaría el desvío que le lleva al trabajo y seguiría recto hasta dar con sus huesos y su volante en Valencia. Una vez allí se comería una inmensa paella frente al mar Mediterráneo. Sería la paella más sabrosa de su vida porque no estaba preparada de antemano, no entraba en la lógica de un martes laboral e invernal, un martes en el que la cementera que se ve desde las ventanas desde las que él trabaja sería sustituída por los reflejos del sol sobre ese mar siempre en calma, siempre en siesta.

Son muchas las ocasiones en las que pienso en lo hermoso y gratificante que sería dejarse de encorsetamientos y hacer sencillamente lo que a uno le pidiese el momento, sin pensar, dejándose llevar por el pulso y la adrenalina. Son tristes estas reflexiones porque forman parte de los sueños, de lo que siempre se queda en meras especulaciones. Pero el alma se alimenta de estas ensoñaciones que nos ayudan a ir pasando, a no caer antes de tiempo. Un día me paso la parada de verdad imaginando ese coche en la carretera de Valencia, bajada la ventanilla, el brazo por fuera acariciando la luz y el aire, alta la música, con un cigarro nuestro amigo colgando de sus labios, sonando en su cabeza una inmensa carcajada y el ruido de un corte de mangas. Los demás, apostados a ambos lados de la carretera, aplaudiendo y haciéndole la ola, todos identificados con su hazaña, con esa pequeña ruptura de los moldes establecidos y gritándole: "adelante, adelante".