Las primeras vacaciones que recuerdo fuera de mi pueblo son en Málaga, cuando aún era muy pequeño y vi el mar por primera vez. Por aquel entonces mi padre tenía una furgoneta mercedes color aceituna, con capacidad para dos personas, de aquellas en las que el motor venía cubierto por una carcasa de plástico que parecía un forúnculo inoportuno o un apéndice inflamado y que ocupaba el centro de la cabina sin ningún oficio ni utilidad. Cabían solo dos, pero viajamos cinco: mi madre con el bebé en brazos (antes no era necesario cinturón, ni silla homologada, ni tanta seguridad; aquellos vehículos casi no pasaban de 80 y sus conductores aún no habían perdido el juicio) mi hermana, pobre, sentada sobre la carcasa del motor, sin respaldo y aguantando las vibraciones y el calor que desprendía la maquinaria, mi padre al volante -toda la vida al volante, sin descanso ni tregua- y yo en el hueco entre los dos asientos, el motor y la palanca de cambios, sobre un cajón de madera que mi padre se inventó y encajó a presión. Cada vez que había que cambiar de marcha tenía que variar la posición de mis rodillas, así que los mejores momentos eran en plena travesía, con la cuarta velocidad metida y sin variaciones bruscas. Y así fuimos hasta Málaga, 12 horas, quizá 13, quién sabe, a 80, sin autovías y de noche. Íbamos a Málaga, también lo recuerdo, porque allí vivía y vive mi tío y aprovechando el viaje -siempre aprovechando- le llevábamos una antigua sillería de terciopelo -siempre los favores-.
Eran los años 80, todo era muy distinto, se podía atravesar España en verano sin aire acondicionado, sin altas velocidades y resolviendo los amagos de rebeldía de los más pequeños con un buen cachete. Aquella larga noche mi hermana y yo recivimos varios, ella acabó en la parte de atrás durmiendo entre las patas de la sillería y yo leyendo un tebeo que me habían comprado para la ocasión, iluminándome con una linterna pequeña que aún conservo. En efecto, un tebeo era un gran tesoro, aquel de Asteríx, tapas duras, regalo exclusivo para el viaje, como premio por las buenas notas del curso. Era entonces un Asteríx o un Tintín un enorme sacrificio económico, si no recuerdo mal 600 pesetas, por lo menos. Ni pequeñas videoconsolas, ni móviles de última generación, ni un MP3 de los que cansarse a los 20 minutos de viaje -no dan para más-. Un tebeo en su lugar, Asteríx y Cleopatra, que me leí dos veces, fascinado por la fuerza de esos bárbaros irredentos. Y a ratos el "veo, veo, ¿qué ves?..." o alguna canción o la radio de la furgoneta con las noticias o los deportes. También recuerdo muy bien que mi hermana, siempre inquieta y traviesa, se mareó en Despeñaperros y hubo que parar para que recuperase el color de una cara que ya anunciaba la mujer hermosa que ahora es.
No voy a hacer una alabanza de los tiempos pasados, ni a denostar los presentes, no, no es ese mi propósito. No es mi intención señalar a aquellos hombres y mujeres que actuaban dentro de sus posibilidades, con tesón y sacrificios hoy desconocidos y casi inexistentes; que no podían permitirse un coche, pero sí tenían los arrestos de viajar en furgoneta atravesando la noche para enseñarnos por primera vez el mar; que no estudiaron, pero nos compraban tebeos y libros para que leyésemos, rebuscando monedas en el fondo de sus monederos; que no eran frívolos ni caprichosos y nos enseñaron a ser sobrios y respetuosos; que iban a ver a los maestros, a escucharlos y a creerlos y a tenerlos en cuenta; que nos reprendían si jugábamos con la comida o si molestábamos a la gente en un lugar público con nuestras impertinencias; que nos llevaban al cine cuando podían, a la feria cuando tocaba, a las casas de los amigos en sus cumpleaños; que nos educaban, en fin, con su ejemplo, con cariño y dulzura, pero también con seriedad y mano firme cuando nos lo merecíamos (y aquí estamos, sin traumas ni transtornos) siempre con devoción y una maestría innata, no aprendida.
Como te decía, no es esa mi intención. Es solo que estaba hoy, bien entrada la noche, "en soledad amena" y me he acordado de aquella otra noche de hace ya muchos años. Después de aquel viaje vinieron otros, dejé los tebeos y comenzaron las novelas, luego la inevitable adolescencia cruel y antipática, la carrera... Y casi sin querer la despedida. Te cambias de ciudad y tu casa ya no es tu casa y tus padres y tu hermana son, la mayor parte del tiempo un pensamiento, porque es pensamiento lo que no ves, en el pasado o en el presente o en el futuro. Y es sobrecogedor pensar que todo el tiempo que has pasado con ellos, que lo veías tan presente, largo y duradero en su momento, ahora lo contemplas como algo breve, lejano e insuficiente.
Leech.
sábado, 22 de marzo de 2008
martes, 11 de marzo de 2008
Feliz cumpleaños.
"hoy se está yendo sin parar un punto"
Tradicionalmete felicitamos a una persona cuando es su cumpleaños. Qué necios somos, pues celebramos que nuestros seres queridos, conocidos al menos, se acercan un poco más a la consumación, a su fecha señalada, a su acabamiento definitivo. Y así ocurre que felicitamos sin sentido a un individuo porque haya llegado un año más al cuadro del almanaque (hoy volví a escuchar esta palabra, aún no olvidada) que hace ya tiempo (cada vez más y más) le vio nacer y le dio la bienvenida. Pobres ignorantes, lo que deberíamos hacer es compadecerle y sentir lástima por su envejecimiento, su prematuro ir muriendo, ya expresó Quevedo este sentido y no habrá manera de hacerlo mejor ni más claro.
Hace unos días -tú lo sabes, querido Grice, nuestra amistad va siendo cuento largo- fue mi cumpleaños y realicé, uno tras otro, todos los ritos y usos sociales establecidos: me puse al teléfono (curiosa expresión, qué ambigüo el lenguaje) di las gracias a quienes de la fecha se acordaron, invité a café, sonreí ante las bromas que sobre la edad se hacían e incluso sostuve con dignidad y rostro firme algún "cumpleaños feliz" y tirón de orejas.
Qué absurdo todo, qué absurdo. Si ya he quemado unas cuantas naves que nunca podré volver a tripular. Si ya no me acuerdo de qué sentía cuando me daban los primeros besos. Si ya hay gente que se ha marchado, siempre sin despedirse, sin decir "adiós", siempre necesarios, inolvidables mientras no se nos prive del recuerdo, como a ellos ya se les ha privado. Si ya hay sueños destrozados y amores que se fueron y no volverán jamás, deseos incumplidos y renuncias asumidas. Si ya acumulamos muchas cuentas pendientes y deudas con nuestra conciencia y nuestro pasado, largo ya, inabarcable. Si todo pasa tan deprisa y se deshace según pasa, ¿por qué me felicitáis, insensatos?
Y todo irá avanzando y cambiando cada año, con cada cumpleaños feliz: mi padre anciano, mi espejo blanco y ajado, mi casa ya demasiado vista.Cada día estaremos más cerca del final de los que nos rodean, del nuestro también. Lo que creíamos y aún creemos largo, extenso, vasto, se irá volviendo corto, breve, vago, un suspiro, un ahogado suspiro condenado a no volver a ser notado jamás, expulsado para siempre.
Digan los locos que no es tan amargo crecer, que cada edad tiene sus ventajas, sus frutos, digan que todo se va aceptando y reciviendo sin trauma, que yo no les creeré. Crecer es nuestro castigo, la contradictoria condición del ser humano; vivir para ir muriendo, su siniestra maldición.
Leech.
Tradicionalmete felicitamos a una persona cuando es su cumpleaños. Qué necios somos, pues celebramos que nuestros seres queridos, conocidos al menos, se acercan un poco más a la consumación, a su fecha señalada, a su acabamiento definitivo. Y así ocurre que felicitamos sin sentido a un individuo porque haya llegado un año más al cuadro del almanaque (hoy volví a escuchar esta palabra, aún no olvidada) que hace ya tiempo (cada vez más y más) le vio nacer y le dio la bienvenida. Pobres ignorantes, lo que deberíamos hacer es compadecerle y sentir lástima por su envejecimiento, su prematuro ir muriendo, ya expresó Quevedo este sentido y no habrá manera de hacerlo mejor ni más claro.
Hace unos días -tú lo sabes, querido Grice, nuestra amistad va siendo cuento largo- fue mi cumpleaños y realicé, uno tras otro, todos los ritos y usos sociales establecidos: me puse al teléfono (curiosa expresión, qué ambigüo el lenguaje) di las gracias a quienes de la fecha se acordaron, invité a café, sonreí ante las bromas que sobre la edad se hacían e incluso sostuve con dignidad y rostro firme algún "cumpleaños feliz" y tirón de orejas.
Qué absurdo todo, qué absurdo. Si ya he quemado unas cuantas naves que nunca podré volver a tripular. Si ya no me acuerdo de qué sentía cuando me daban los primeros besos. Si ya hay gente que se ha marchado, siempre sin despedirse, sin decir "adiós", siempre necesarios, inolvidables mientras no se nos prive del recuerdo, como a ellos ya se les ha privado. Si ya hay sueños destrozados y amores que se fueron y no volverán jamás, deseos incumplidos y renuncias asumidas. Si ya acumulamos muchas cuentas pendientes y deudas con nuestra conciencia y nuestro pasado, largo ya, inabarcable. Si todo pasa tan deprisa y se deshace según pasa, ¿por qué me felicitáis, insensatos?
Y todo irá avanzando y cambiando cada año, con cada cumpleaños feliz: mi padre anciano, mi espejo blanco y ajado, mi casa ya demasiado vista.Cada día estaremos más cerca del final de los que nos rodean, del nuestro también. Lo que creíamos y aún creemos largo, extenso, vasto, se irá volviendo corto, breve, vago, un suspiro, un ahogado suspiro condenado a no volver a ser notado jamás, expulsado para siempre.
Digan los locos que no es tan amargo crecer, que cada edad tiene sus ventajas, sus frutos, digan que todo se va aceptando y reciviendo sin trauma, que yo no les creeré. Crecer es nuestro castigo, la contradictoria condición del ser humano; vivir para ir muriendo, su siniestra maldición.
Leech.
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